Blog de Manuel Saravia

Oporto

La ciudad es un desastre. Como Valladolid. Como todas las ciudades interesantes. Como Nápoles, pero en Portugal. Y sin embargo, ¿hay alguna ciudad más encantadora? (vale: quizá Nápoles). Una ciudad con río y frente al mar. Con una topografía abrupta. Donde se huele el agua del mar y “su silenciosa respiración azul” (Saramago). Donde se siente la brisa fría que viene del río. Donde se observa la brusca y pétrea caída hacia sus riberas (la roca aflora por doquier). Donde la obra urbanizadora se resiente (aunque quizá sería mejor decir se recrea) en lucha contra tanto accidente.

Fue en su origen un cruce de caminos (como Valladolid, como casi todas las ciudades). Enclavada, “ante todo, y para honrar el nombre que lleva, es este largo regazo abierto hacia el río”, donde el viajero quiere “tener la ilusión de que todo Porto es Ribeira”. Allí, el arquitecto Nicolau Nasoni se empleó a fondo. Construyó la iglesia de los Clérigos (y la torre más característica del paisaje urbano), con esa monumentalidad bestial, propia del barroco. Con manifestaciones tan excesivas, de intensidad tan apabullante como la del interior de San Francisco: “quien aquí entre no tiene más remedio que rendirse” (otra vez Saramago). Con el puente de Dom Luis, y sus dos plataformas. Con el Palacio de Cristal, que puso en marcha la nueva ciudad, orientándola hacia la costa atlántica.

Pero estamos, ante todo, en una ciudad sentimental. Un desastre sentimental. Donde las riberas “procuran el silencio de la otra orilla” (ahora la frase es de Rui André Delidia). Y hablan intensa y cansadamente de la desembocadura que está ahí al lado. Sabemos que el final de un río es siempre “lugar de esperada fatiga”. Y en Oporto, además, el territorio se hunde entonces en ese final, arrastrando hacia el fondo todo su paisaje. Con una imagen enormemente bella, confirmando a Bachelard que el agua profunda “subraya la tristeza de toda hermosura”. Buff. Incluso los valles más claros se oscurecen allí, y su silencio recuerda “que la belleza se paga con la muerte”. Así estamos.

En las últimas décadas la ciudad ha querido también acercarse más aún al agua, a esa agua violenta del océano. Tomar el espacio que todavía se interponía, y ceder a la atracción del litoral para llegar como sea hasta él. Buscando de alguna forma la continuidad con la arquitectura del bueno de Nasoni (“granito sobre granito”). Y extendiendo el desastre. No sé. Quizá se trate de eso, de construir con la nueva ciudad “esa sutil forma de tristeza que es la ausencia de dicha” (la frase, tremenda, es de Ángel González). Porque, en efecto, eso es lo que tienen las ciudades sentimentales. Que en ellas se busca el afecto por encima de todo. Y sí: creo que ha llegado el momento de escuchar un fado.


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