Blog de Manuel Saravia

Olores

Uno de los síntomas del ataque del coronavirus es la pérdida del olfato. Nos dicen que en general es pasajero. Pero ¿es importante? Porque también hemos podido leer que en torno al 5% de la población mundial padece anosmia (incapacidad para sentir los olores) congénita. No recuerdan haber olido nunca. Es verdad que se trata del sentido menos valorado, y hay encuestas y trabajos científicos que corroboran ese menosprecio. Pero lo cierto es que desde la nariz nos llega información (la memoria olfativa). El olfato ayuda a la seguridad (el olor del humo o del gas, alimentos echados a perder). Desde hace siglos contribuyó al diagnóstico médico (basado en los olores del enfermo, de su orina o excrementos). E incluso hay quien lo asocia con la productividad (asómbrense: una empresa japonesa recurría a fragancias de limón para estimular el trabajo). Pero sobre todo contribuye, por su “raro poder de evocación”, al “encanto de la existencia”. Aunque, reconozcámoslo, “en la jerarquía de los sentidos, el olfato no tiene ningún peso” (David Le Breton).

Y sin embargo, hay quien cree que en un determinado y concreto olor o perfume puede estar su verdadero hogar. “El perfume del suavizante Bounce de su camiseta me hizo llorar”. La historia que cuenta Kim Thúy en Ru (Periférica, 2020), en torno al episodio de la camiseta en el aeropuerto de Hanoi, es muy bonita. Me quedo con esta frase: “Había descubierto que mi casa se resumía en ese olor ordinario, simple, banal, de la cotidianidad”.

Es curioso, sin embargo, el empeño de nuestra cultura, especialmente en los últimos tres siglos, por desodorizar al máximo la vida. Por ordenar, jerarquizar y reducir los olores drásticamente. Se nos enseña, desde pequeños, el asco (“las aversiones que nos constituyen”). Se pierden multitud de términos que designaban olores y matices diferentes (un historiador contaba 158 palabras alemanas para nombrar los olores en los contemporáneos de Durero, de las que hoy solo subsisten 32). Se estigmatizan los olores no reglados. Y se vinculan algunas enfermedades a los “malos olores” que las acompañan (la peste, la disentería y las “fiebres malignas”, por ejemplo, estaban asociadas a “olores nauseabundos” que se creían amenazantes para quien los percibiese).

En esa misma línea, mientras se quería creer que los santos huelen bien (el famoso “olor a santidad”), se avanzaba en la discriminación aferrándose a una “puesta en escena racista del olor del otro” (de nuevo Le Breton). Y “la idea de que los pobres huelen mal es un lugar común de la literatura burguesa del XIX” (ahora la cita es de Corbin). Porque los olores han sido y siguen siendo también un campo de batalla.

Pero la vida va en un solo paquete. Y todos los sentidos trabajan en equipo. De ahí que no nos sorprenda que la protagonista de Ru vaya todavía más lejos. Porque para ella el perfume de un suavizante podía ser su casa. Pero otros olores pudieron darle, incluso, más adelante, el sentido mismo de la vida. “Una de mis compañeras de piso estudió durante varios años teología, arqueología y astronomía para comprender quién es nuestro creador, quiénes somos, por qué existimos. Llegaba cada noche al apartamento no con respuestas, sino con nuevas preguntas. Yo nunca he tenido más preguntas que la del momento en que puedo morir. Debería haber elegido ese momento antes de que llegaran mis hijos. Pues luego perdí la opción de morir. El agrio olorcillo de su pelo recalentado al sol, el olor del sudor en su espalda, por la noche, al despertar de una pesadilla, el polvoriento olor de sus manos al salir de clase me obligan a vivir”.

Olores, olores, olores. Seguramente exagera. Son licencias poéticas, no cabe duda. Pero lo cierto es que la anosmia no puede verse, en modo alguno, como algo intrascendente.

(Imagen: Publicidad del suavizante mencionado en el texto).


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