Blog de Manuel Saravia

Haciendo teatro

Hoy se han entregado los premios de la asociación de Amigos del Teatro de Valladolid. Y es una ocasión, por tanto, para hablar del significado de esta manifestación cultural. Vayamos, para empezar, con el poeta griego Giórgos Seféris. Que escribió (y hay que ver cómo me gusta): “Donde quiera que viaje, Grecia me duele”. A los que no somos griegos nos duele también. Nos duele su ausencia. Porque la ciudad ha de ser griega. De alguna forma la ciudad europea ha de ser siempre griega. Y no lo es. Griega en el sentido que podría darle el propio Seféris, recogiendo una expresión de Tales de Mileto: por estar llena de dioses. “Cuando las cabañas de los inmortales se destruyeron, cuando se convirtieron en ruinas, los dioses, privados de techo, volvieron al lugar de donde habían venido: se desparramaron de nuevo por el paisaje y desde allí nos amenazan con temores pánicos y con sortilegios” (Giórgos Seféris, Todo está lleno de dioses, México, FCE, 1999, p. 207; original en griego de 1944). Griega, por tanto, en el reconocimiento de múltiples dioses. No sólo el del mercado, ni sólo la belleza: muchos más (y abierta a la ironía, al humor: a esa forma de cortesía hacia otras divinidades). Griega también, desde luego, porque la democracia que la funda es también la que soporta nuestra vida. La autonomía política de ciudadanos y ciudadanas se basa en un principio unificador por el que cada uno de ellos se va haciendo a sí mismo junto a los demás. Pero griega también por estar impresa, para ser auténtica, para ser profunda (para que la reconozcamos como propia), del sentido trágico de la vida.

Quedémonos ahora con el tercer aspecto. Según él, la ciudad ha de hacer sitio, y principal, al espectáculo del teatro. Ha de hacerse de la ciudad teatro, escenario de unas vidas individuales y espectáculo de una convivencia marcadas por el destino. La tragedia está en el origen del teatro; y el teatro en el del espectáculo ciudadano. El destino trágico de las ciudades lo expresó bien Bertold Brecht en 1921, y ya lo hemos citado varias veces (Sí: “de las ciudades quedará sólo el viento que pasaba por ellas”). La muerte y la desaparición son su futuro ineludible. Entretanto, se acondicionan laderas o se construyen edificios, conchas vacías como las de los antiguos teatros. Se levantan “espectáculos”. Porque pueden llamarse así tanto los actos como los lugares. Covarrubias no distinguía, en su Tesoro, entre continente y contenido. Dícese “espectáculo” a un “lugar público y de mucho concurso, que se junta para mirar, como eran los teatros, los circos, el coliseo, etc. Espectáculos también se llamaban las mismas fiestas y juegos gladiatorios”. Es curioso observar que teatro y espectáculo tienen la misma etimología, aunque procedente de distintas lenguas de origen. La palabra “teatro” nos llega del griego θεάσθα, que significa mirar, contemplar. Y “espectáculo” procede del latín spectare, que también significa ver y contemplar. No se exagera si se dice que el espectáculo matriz es el teatro.

¿Para qué espectáculos? Para hacernos, con la colectividad, mejores. Por un impulso de la fraternidad, de la cultura de la fraternidad, de la cultura de la mejora. Para vivir la catarsis, la purgación colectiva de las emociones mediante la contemplación de la tragedia. Unos ciudadanos preparan la obra, otros la representan y los demás asisten como público. En Atenas, en el periodo clásico, era toda la ciudad, toda la polis, la que asistía al espectáculo trágico. Y toda se conmovía con el drama trágico, obra de personas comprometidas, como todos los espectadores, con la realidad política de la ciudad.

¿Por qué esos espectáculos, repito? Porque cumplen un derecho que la ciudad debe rendir a los ciudadanos. Es, permítaseme decirlo así, el derecho al teatro, el derecho al espectáculo. Es, ciertamente, parte del derecho a la cultura enunciado en la Declaración de los Derechos Humanos de 1948. Digámoslo claro: si hubiese sólo un derecho, sería éste: todos tenemos derecho a ser mejores. Y la técnica griega para impulsar colectivamente ese renacer personal era precisamente la catarsis. Con la tragedia se exalta el impulso desmesurado de la persona por rebelarse contra una ley que le obliga a crecer, pero también a morir. Con las fiestas y ceremonias dionisíacas (el origen campesino del teatro) se procuraba una pausa en el curso cíclico del tiempo y se celebraba la renovación de la vida, en forma de nueva cosecha o de nueva felicidad, el momento fecundo de abrirse en flor, la primavera, el renacer instintivo de la ciudad con el de cada uno de sus ciudadanos. Tales espectáculos eran (son) nobles y necesarios porque pretenden hacernos mejores personas.

Con el teatro se cumple un ritual. De hecho, es una manifestación estética de la necesidad de ritual. Con el ritual del teatro cada ciudadano se compone una imagen de sí. Cree dominar su condición y transformarla en objeto de contemplación. “Es una virtud común a todas las artes. Pero mientras la imagen es generalmente un producto del creador que, como todo producto, puede devenirle extranjero, extraño, en el teatro la materia de la imagen es el creador mismo. El creador de imágenes deviene imagen. El espectáculo esconde así una esquizoide colectiva, controlada y convertida en su contrario: es un acto de lucidez colectiva”. En el ritual, los actos de contemplación y creación quedan recíprocamente inaccesibles, lo que sitúa a los dos grupos en que se divide la ciudadanía (protagonistas/espectadores) en una relación antinómica. La tarea de los protagonistas es simular ciertos comportamientos, mientras que las de los espectadores es auténtica, si bien dirigida por el espectáculo, lo que confiere a este último una doble cualidad de ficción y realidad. Se podría decir que los protagonistas viven el espectáculo en tanto que proceso, mientras que los espectadores en tanto que acontecimiento. Los primeros, en luz y los segundos en la oscuridad. Los primeros, cada uno con un papel asignado; los segundos, todos con un mismo y único papel, indiferenciado. Los primeros, como individuos, los segundos, como masa. Los primeros, cualidad; los segundos, cantidad. Sin embargo, después de la función, pierden esa personalidad los primeros, mientras que los segundos conservan intacta su personalidad. Aunque de alguna forma purificada. Los protagonistas aspiran con la experiencia teatral a modificar la experiencia real de los espectadores. Y éstos aspiran a encontrar en la experiencia plena de imágenes una confirmación de su experiencia real. En la relación entre estos dos grupos aparecen valores conflictuales. Un conflicto entre la necesidad humana de statu quo y la necesidad humana de cambio, entre la ficción escénica y la realidad extra-teatral, que se hace activo en la catarsis. Y con la catarsis, una “preciosa primavera en tierra de Grecia” (Hölderlin) se renueva en cada ocasión.

La ciudad es (hoy estoy por repetirme) como una pantalla en blanco. La vida es de los personajes. Pero sólo habiendo pantalla puede haber película, historia. La puesta en escena es esencial en el teatro. Ahí está el papel del urbanismo, el papel de la ciudad en el espectáculo del gran teatro ciudadano. Ya habló Jovellanos, que comprendía bien el valor social del teatro, de que “el cuidado de mejorar la decoración y ornato de la escena merece y pide también la atención del gobierno”. Se refería, creo, a algunas de las cuestiones que luego han sido reguladas en la normativa “de policía de espectáculos públicos y actividades recreativas”; donde la decisión primera y decisiva es el aforo previsto. Las garantías de acceso (fachadas y salidas a vías públicas o espacios abiertos), de volumen (la “capacidad cúbica de los locales”), de seguridad (primeros auxilios, normas de protección de incendios, protección ante las caídas, medidas de autoprotección y planes de emergencia); las mejoras del confort (cuidar las dimensiones de las plazas de asiento, los servicios, el alumbrado, la calefacción y ventilación); la ordenación del tráfico y el aparcamiento, las previsiones sobre el transporte público. El control de las consecuencias en el día siguiente: el apaciguamiento de la violencia que pueda desatarse. Es decir: atender a los problemas de la aglomeración. Pero, tanto o más importante es, como dijo Madeleine Vanderborght, el hecho de que la puesta en escena “forma un todo inseparable en el espíritu del espectador”. Un escenario que ha de contribuir a la sugestión global con el libreto, favoreciendo la receptividad emocional del espectador. Que para ser efectivo basta a veces con algunos detalles críticos (siempre exagerando el carácter, un decisivo maquillaje, una máscara, un color). Y cuando la ciudad es el escenario, la puesta en escena de las calles deriva en el problema del estilo. ¿Con qué estilo construir para que sirva al teatro urbano?

Hay que contar con las antinomias fundacionales del teatro. La primera, que su función modificadora choca con la necesidad de estabilidad y statu quo de la sociedad. Hay, por tanto, antinomia entre la inaptitud social para aprehender lo trágico y la sensibilidad trágica del teatro. La segunda, que si el teatro debe encontrarse donde se encuentre el público no podrá acceder a él más que negándose a sí mismo. Y la tercera, la antinomia entre los procesos sociales de exhibición (el grito público, la exhibición pública de las opiniones) y la naturaleza interiorizadora del teatro (su objetivo es la interiorización). La investigación formal es una condición del escenario. Donde no cabe ceder al gusto de la audiencia, salvo como técnica para evitar el distanciamiento. El escenario ha de ser, aunque sea modesto, intenso, trágico. Seféris tiene un poema titulado “En escena”. Allí está un ciprés arraigado en tierra, una playa y el mar, en lo que será el escenario de después de todo. Recordando el destino final de las ciudades, escribe: “Como los pinos / retienen la figura del viento / cuando el viento ha huido y ya no está”, ése será nuestro escenario. “Pero, ¿dónde estarás en el instante en que llegue / aquí la luz a este teatro?” Aparecerás. Volverás a aparecer “en la formidable diástole del tiempo / momento a momento como la resina / la estalactita y la estalagmita”.

La ciudad ha evolucionado con procesos sucesivos de convergencia y divergencia de los espacios destinados al espectáculo, de concentración y diversificación, de signo centrípeto o explosión centrífuga. La ciudad griega conoció una serie de lugares acondicionados para diferentes espectáculos. Espacios para el teatro, sí; pero también para la música, el deporte, los juegos, etc. La ciudad medieval, por el contrario, concentró el espectáculo en un único edificio: la catedral. La ciudad ilustrada, primero; y la moderna después, han multiplicado los espacios y las ocasiones para el espectáculo (considerados, sin más, equipamientos).

Es cierto: en la catedral se daba el espectáculo de la religión. En la Crónica de una muerte anunciada García Márquez nos cuenta cómo “los fastos de la iglesia le causaban una fascinación irresistible” a Santiago Nasar. “Es como el cine”, repetía. Y antes, en La Regenta, Clarín decía de Ana Ozores: “La iglesia sin culto activo, la iglesia descansando, llegó a parecerle a ella también algo como un teatro de día”. La iglesia como el espacio de grandes espectáculos y grandes catarsis. “Si alguien le debe todo a Bach, es sin duda Dios”. Cioran ha escrito que “Dios, sin Bach, quedaría disminuido. Sería un tipo de tercer orden. Bach es la única cosa que te da la impresión de que el universo no es un fracaso”. Y ¿qué decir de los toros (esa fiesta que pronto desaparecerá). Bergamín, en La música callada del toreo, relaciona las corridas con “las artes mágicas del vuelo”: artes puramente analfabetas, sin huella o trazo literal que señale su ruta, donde se “asume con emoción y belleza tan puras el misterio eternamente fugitivo del arte”. Hoy también se habla del espectáculo de la naturaleza y del espectáculo de la técnica. “El mundo en un solo espectáculo”.

Los edificios e instalaciones del espectáculo han sido (si bien no siempre) en sí mismos espectaculares. Maravillas de la cultura. Sin embargo el teatro es para la ciudad mucho más que un edificio visualmente valioso. Es la mejor forma de socialización de las relaciones humanas. Y como derecho, debe alcanzar a todos de forma efectiva. Cabe hablar de la necesidad de promover diversos escenarios en los que la representación funcione, con distintos públicos. Por eso hemos de hablar de multiculturalismo. Porque además de los ciudadanos integrados está también la primera generación de los llegados a la ciudad. Y si hablamos de la imagen de sí hay que recordar que sólo puede darse cuando se tiene nombre. Y (recordar a Ruggiero) a las personas «sin papeles» ni siquiera se les permite tener nombre. Pues los participantes en el cambio tienen el derecho (éste es el derecho a la cultura) a promoverlo, a ser sus artífices. Todos tenemos derecho a construir “la escena de origen”.

En último término hablamos del estilo de la ciudad. Pongamos el ejemplo de Florencia, en su época de mayor esplendor. En ella había diversas clases sociales, y se celebraban todo tipo de fiestas. Los escenarios, también eran múltiples. La catarsis de la risa, omnipresente. Y esos “convites que el entendimiento hace al oído y a la vista”, con sus efectos especiales (“tramoya es fábula”). ¿Era griega Florencia? Los dioses eran múltiples. La catedral, “sumergida en un baño de tejas”, compartía preeminencia con otros edificios civiles. Milizia lo expresaba así (ya lo hemos dicho): “El teatro excita los mejores movimientos en los pechos humanos”. Pues ayuda a “sentir menos lo insípido de la propia existencia”. Era entonces, como hoy lo es el cine, una “fábrica de sueños”.

Hacer griega la ciudad, dijimos. Todos sabemos que las grandes civilizaciones han quedado ya atrás, irreversiblemente. El ser humano ha dado ya lo mejor de sí mismo. Sólo nos queda aferrarnos, por tanto, a esa forma antigua para, en lo posible, perdurar.

(Nota: la imagen se titula Ancient Greek theatre in Delos, Greece. Y es de Bernard Gagnon. Fue tomada el 12 de octubre de 2011).


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