Según creo, sigue siendo frecuente el desprecio por los enunciados de intenciones que no llevan aparejados los medios para llevarlas a efecto. Pero es algo que viene de atrás. El filósofo Jeremy Bentham, por ejemplo, calificaba hace dos siglos a los derechos humanos como “tonterías retóricas, tonterías con zancos”. Según este filósofo inglés la Declaración de 1789 no tenía ningún valor, pues se trataba de un conjunto de proclamas vacías, ya que no se habían articulado los medios necesarios para hacerlas cumplir. (Hay que decir que lo de los zancos es gracioso, la verdad).
Desde la Carta de las Naciones Unidas de 1945 hasta la Declaración de 1948 también se multiplicaron las dudas sobre su posible valor o su presumible inoperancia. Finalmente se aprobó un texto que para muchos podía parecer también retórico. Según Lynn Hunt (La invención de los derechos humanos), “en un momento en que arreciaba la guerra fría, la Declaración Universal expresó una serie de aspiraciones más que una realidad que pudiera alcanzarse fácilmente. Esbozó un conjunto de obligaciones morales para la comunidad mundial, pero no disponía de ningún mecanismo que velara por su cumplimiento”. Pero Hunt lo tiene claro: “De haber incluido tal mecanismo, nunca hubiera sido aprobada”. Pudo aprobarse porque era “retórica”. Unas nuevas “tonterías con zancos”, que diría nuestro amigo inglés. ¿Merecía la pena aprobar una simple declaración?
Hoy sabemos que hicieron bien. Que aquella Declaración ha marcado desde el momento de su promulgación la pauta del debate y la acción sobre los derechos a todas las escalas. “La Declaración Universal supuso la cristalización de ciento cincuenta años de lucha por los derechos”. Y su efecto sobre el derecho y la moral pública ha sido decisivo. Porque, como sucede tantas veces en que las palabras arrastran a los hechos, muchas declaraciones, aunque no sean más que declaraciones, no pueden considerarse proclamas vacías; “sino transformadoras: pues logran que queramos convertirnos en lo que afirman que somos”.
(El librito de la imagen, de 2,5 cm de altura, es una edición de los Derechos Humanos de Ediciones Pailler, Barcelona, 1996).