El libro del “controvertido crítico de arte australiano” Robert Hughes (recientemente fallecido) titulado La cultura de la queja se lee enfadado casi desde la primera página. No estoy de acuerdo con él en una buena parte de sus afirmaciones. Y sin embargo hay algo en el texto que considero debe atenderse.
Critica “el viejo hábito americano del eufemismo”. Le enerva “la charla propagandística, el eufemismo y la evasión (…), el arte de no responder a las preguntas, de envolver las verdades desagradables en abstracciones o en zalamerías”. Y también: “La polarización es adictiva. Es el crak de la política: una sensación breve e intensa que el sistema ansía experimentar”. Considera que viene “de una pérdida de la realidad”. Le abruma la “generación moralista y mojigata” de la universidad.
En último término le preocupaba que acabásemos “por crear una infantilizada cultura de la queja, en la que papaíto siempre tiene la culpa (…). Ser infantil es una manera regresiva de enfrentarse a la tensión de la cultura social: No la toméis conmigo, soy vulnerable. Se pone énfasis en lo subjetivo: cómo nos sentimos ante las cosas es más importante que lo que pensamos o sabemos de ellas”.
Y acaba con Goethe: “Las épocas regresivas y en proceso de disolución son siempre subjetivas, mientras que en las épocas progresivas se impulsa lo objetivo… Cada logro realmente válido sale desde dentro hacia el mundo, como puede verse en las grandes épocas que fueron sinceras en el progreso y en las aspiraciones, todas las cuales fueron de naturaleza objetiva”.