Digámoslo claro: toda nuestra cultura apunta hacia una vida en viviendas. Todo lleva a que la gente vive parte de su tiempo -sola o en grupos reducidos, familiares o no, o quizá, excepcionalmente, en grupos grandes (conventos, cuarteles, lo que sea)-, en espacios privados. En los ámbitos públicos se desarrollan ciertas actividades, y en los ámbitos privados otras que hemos dado en llamar, precisamente, privadas. Lo hemos organizado así. Podría haber sido de otra forma, pero es así. Ninguna novela y ninguna película, que sepamos, contradice ese modelo de reparto del tiempo, los lugares y la relación personal con esos tiempos y lugares. Muchos de nuestros sueños pasan por ese tamiz. Las estrategias de futuro se trenzan, siempre, en esos espacios. De manera que la vivienda forma parte esencial de nuestra vida. No porque esté escrito en las estrellas o en los genes (ha habido y hay culturas sin vivienda, y se despliegan bastante bien: por ejemplo, los Boras del Amazonas, con su casa comunal llamada Maloca; o muchas otras), sino porque hemos querido hacerlo así. Pero lo cierto es que quien no dispone de un espacio así, donde desarrollar la vida privada junto a las personas con quienes convive, está indudablemente mutilado. ¿Tan difícil es entender esto?
Pero atención: no hemos hablado hasta ahora ni del frigorífico ni de los azulejos ni del armario empotrado. Sólo hemos dicho: un espacio que cada persona posee (en propiedad, en alquiler o como sea, pero de tal forma que la sociedad reconozca que es tu espacio), apto para la vida privada. ¿Quién ha dicho que deba tener un cuarto de baño de tanto por tanto para que pueda considerarse vivienda? Es cierto, con esta discusión entramos en un terreno delicado. Y nada más lejos de nuestra intención que rebajar los requisitos de calidad de las viviendas. Pero nada más hipócrita que, no haciéndolo, no hablando de nada y dando por supuesto todo, sepamos a ciencia cierta, tengamos la absoluta certeza de que muchos hogares no van a tener nada, ni mucho ni poco: estarán condenados a ese punto ciego (ese enorme, enormísimo punto ciego de nuestra sociedad), en el que se olvidan las promesas sociales más básicas. Por tanto: empecemos de nuevo. ¿Cómo ha de ser la vivienda para que todos, absolutamente todos los ciudadanos, sin que quede ni uno solo excluido (ni siquiera quede fuera ese último ciudadano del que hablamos tantas veces), puedan poseer una?
Empecemos por lo más elemental: una simple superficie, que pueda cerrarse al exterior (eso, y no otra cosa, es la privacidad: un espacio que puede abrirse y cerrarse, con puertas y ventanas). ¿Cuánta superficie? ¿Por qué una vivienda ha de tener 30, 40, o 70 m2? ¿Quién ha dicho eso? ¿De dónde salen esas cifras? Todo lo que rodea este asunto está pervertido, contaminado hasta la médula por los intereses de quienes quieren construir viviendas completas, productos industriales con baño alicatado hasta el techo y armarios empotrados. ¿No es un auténtico sinsentido que una familia que vive en el 29 de octubre, en una vivienda con tres habitaciones, al rehabilitarla ya sólo puedan tener dos habitaciones porque una normativa estúpida dice cuál es el tamaño de los dormitorios que se admite legalmente? ¿Lo hace por nuestro bien? ¿Nos hemos vuelto lelos? En fin: que cuando aprobamos una ley sobre el derecho a la vivienda (como la recientemente aprobada en Castilla y León) que no es capaz de decir lo que es una vivienda ni concretar en qué consiste ese derecho es que no vamos por buen camino. Digámoslo claro: éste es un debate social que hay que poner en marcha. Pero que indefectiblemente ha de pasar por definir desde el principio en qué consiste una vivienda y establecer, sin ningún género de dudas, cuál es el derecho que a todos nos asiste.
(Imagen: Una persona sentada en una de las naves de Farnesio. Foto: J. Sanz, 2010).