No suele enunciarse con claridad. Pero lo cierto es que existe un derecho al orden. En el artículo 28 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos se dice claramente: “Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos”. Repito: existe un derecho al orden. Un orden claro, preciso, seguro. Pero también necesariamente complejo.
Y al decir complejo queremos decir que convive con el desorden. Que es un orden cálido. Porque eso que llamamos calor es en realidad desorden. Se trata de la agitación en desorden de moléculas y de átomos. Y hemos de volver en este punto a Edgar Morin, que citábamos ayer, quien nos dice que la complejidad está ligada a una cierta mezcla de orden y desorden. Mezcla íntima. “Orden y desorden son dos enemigos: uno suprime al otro pero, al mismo tiempo, en ciertos casos, colaboran y producen la organización y la complejidad”.
El orden es repetición, constancia, invariabilidad. El desorden es irregularidad, desviación respecto a una estructura, lo aleatorio, lo imprevisible. Se necesitan ambos. “En un universo de orden puro, no habría innovación, creación, evolución”. Del mismo modo, “ninguna existencia sería posible en el puro desorden, porque no habría ningún elemento de estabilidad sobre el cual fundar una organización. Las organizaciones tienen necesidad de orden y de desorden”.
Creo que se puede decir que existe el derecho al orden, y también al desorden. Que el desorden no nos diluya. Pero que el orden no nos aplaste.