Blog de Manuel Saravia

Nuevas instrucciones para llorar

Entre los clásicos la cosa estaba clara. Garcilaso, por ejemplo, nos daba ya en su momento algunas instrucciones para llorar. Por cosas de amor, ya sabemos. Para él se debía oscilar “entre una entrega o renuncia al llanto, según el caso, en la medida en que se observe en el código cortés” (al menos así lo entiende Aurora González Roldán). Genial: lloraré, según me convenga o no como “reo de amor”. Eso sí: a veces se habla de “un llanto derramado en silencio”. Qué callado dolor. “Derramaré desde aquí / mis lágrimas no hablando / porque quien muere callando / tiene quien hable por sí”. Sufro tanto, tanto, tanto que “quedo sufriendo aquello que decir no puedo”. Vale.

Lope de Vega es casi igual de conmovedor. “Quiero escribir, y el llanto no me deja, / pruebo a llorar, y no descanso tanto, / vuelvo a tomar la pluma, y vuelve el llanto”. Qué agobio. “Ve blanco al fin, papel, y a quien penetra / el centro deste pecho que enciende / le di (si en tanto bien pudieres verte), / que haga de mis lágrimas la letra”. Genial: que escriba ella. Hay quien lo ha puesto al día y nos dice que “las gotas de lluvia escriben te quiero sobre el móvil encendido…”. Mundial.

Pero en nuestra cultura hay otras fuentes del llanto (exactamente fuentes) que deberían también considerarse. Ahí tenemos la palabra Aynadamar, que procede del árabe Ayn al-Dam, y significa fuente de las lágrimas. Y en efecto, es el nombre antiguo de un manantial (que hoy se conoce como Fuente Grande, cerca de Granada) con el que se abastecía la capital nazarí. De día irrigaba su espacio agrícola, de noche llenaba los aljibes urbanos: qué bonito. Se bebían las lágrimas. Aunque lo cierto es que son saladas: ¿habría ya desaladoras?

El caso es que las instrucciones más recientes para llorar (para hacerlo correctamente) proceden de Julio Cortázar. Están recogidas en sus Historias de cronopios y de famas, y se publicaron por primera vez en 1962. Son muy útiles. El problema es que se han quedado un poco obsoletas. Por aquel entonces la gente era más o menos comedida en el llanto. No sé, había cierta mesura. Se lloraba de vez en cuando. Por cosas. Pasaba algo, y se lloraba. Pero ahora se llora permanentemente. Por todo y por nada. Todo el mundo. A llorar muchísimo, en aguacero, venga o no venga a cuento. Te contratan: lloras. Te vas: lloras. Es primavera: lloras. Deja de serlo: lloras. Te dan un premio: lloras. No te lo dan: también. Apruebas un examen: lloras. Suspendes: lloras más (a poder ser delante del profesor, para enternecerle un poco). Eres alto: lloras. Bajo: más. Regular: lloras un poco. Anciano: lloras. Niño: lloras. Joven: lloras muchísimo. Adulto: eres muy muy sensible y lloras un montón. Madre mía, qué acumulación de llantos.

Eso sí: las lloreras ya no se acaban como en los tiempos de Cortázar. “El llanto medio u ordinario –decía- consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente”. Ahora no se estilan los mocos. Por el contrario, suelen acabarse los episodios lacrimosos con un “no puedo seguir”, como indicando que es tan fuerte la emoción que invade al actor (dicho sea con todos los respetos) que el pobre… no puede seguir. Y a continuación el público asistente aplaude. Si se trata de una rueda de prensa de algún deportista, aplauden periodistas y fotógrafos. Es así.

Tampoco es igual la duración. El autor argentino estimaba una duración media del llanto de unos tres minutos (se ignora cómo lo habría calculado). Yo pienso, por el contrario, que ahora basta con unos 15 segundos: lo suficiente como para que los demás vean la gran sensibilidad que atesoras y que te lleva irremisiblemente al gimoteo.

Los motivos también han cambiado. Decía Cortázar (qué gran agudeza) que para llorar bastaba con dirigir la imaginación “hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca”. Eso ahora puede que no funcione. Dirigir la imaginación hacia adentro no es posible, pues esa interioridad (“uno mismo”) la hemos dejado en el perfil de twitter. Y ni golfos ni patos nos emocionan ya lo suficiente. Tampoco los amores renacentistas ni las fuentes árabes. Si quieren impresionar a sus amistades con un buen llanto y no saben en qué fundarlo podrán pensar, por ejemplo, en la letra de “Barbie de extrarradio”, de Melendi (“Mis sentimientos van en chándal y los tuyos visten de Dior”), en el imposible tupé lacado de Donald Trump, o en los cavernosos ojos de cualquier animal. Probablemente consigan un buen llanto de unos 15 segundos.

En cualquier caso, es tal la demanda de lloriqueos existente que no hay en el mundo suficientes motivos para sustentarlos; y es probable que ni siquiera Melendi pueda con todo. Se ofertan muchos más llantos que hechos lacrimosos y, por tanto, en ocasiones hay que utilizar un mismo acontecimiento como excusa para varios lloros (sucesivos o simultáneos). Y ahora, si me lo permiten, me retiro a llorar un poco.

(Imagen: Punta Peligro. Procedente de http://yacalderonya.blogspot.com.es/).

 


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