Vamos a ver: ¿qué ha de tener la ciudad para llegar a ser ese espacio acogedor y completo que esperamos? Tendrá buenas calles y plazas de gran vitalidad. Pero habrá de disponer también de una serie de provechosos parques. ¿Provechosos? ¿Qué ha de ofrecer un parque para cumplir su función última? Árboles, agua, algunos animales, toda la naturaleza. Pero también magia. Porque los parques, para dar cuenta de lo que les encomendamos, han de ser sobre todo el reverso fascinante de la ciudad tensa y agresiva, de la ciudad funcional, económica, productiva. No solo reductos de montes y bosques. Y hemos de pensar cómo podrían conseguir ese atractivo.
Me temo que si se pretende magia habrá que actuar según las reglas del pensamiento mágico, silvestre. Eugenio Trías escribió un libro titulado precisamente Metodología del pensamiento mágico. Y allí encontramos algunas prácticas de esa forma de pensamiento fundada, por ejemplo, en la búsqueda de parentescos huidizos entre las cosas, en el juego de las semejanzas salvajes, en la actuación por contagio. En fórmulas más propias del arte que de la ciencia, más cercanas a la poética que a la lógica. Que quizá parezcan enajenadas. Donde las incoherencias no resultan cargas.
Y en esa confianza hemos pensado en tres imágenes que se podrían superponer (casi diría: amontonar) en la búsqueda de pautas para algunos de aquellos buenos parques que deseamos. La primera, la imagen de los claros del bosque. Esos espacios sin árboles que a veces se forman en el interior de los bosques y que son, según María Zambrano (en su Claros del bosque, de 1977), “centros en toda su plenitud”; lugares vacíos “dispuestos a irse llenando sucesivamente”; lugares “de la voz”, donde “se recibe la palabra y el gemido, el susurrar que nos está destinado”. Zambrano utiliza la expresión como metáfora, pero nosotros buscamos parques que pudieran parecer literalmente claros del bosque.
La segunda imagen de referencia, La pradera de San Isidro. Ese boceto que pintó Goya en 1788 en el que aparece el enorme prado en torno a la ermita de San Isidro lleno de gente divertida, un 15 de mayo, con Madrid al fondo, muy a lo lejos; y el Manzanares marcando el límite del espacio festivo. Tiendas, carruajes y sombrillas se entremezclan y agitan en un ambiente formidable de gentes que ríen, beben y bailan.
La tercera, el Sueño de una noche de verano. La obra fantástica de Shakespeare, de 1595, en la que todo se mezcla enredado en historias de amor y juegos. Hadas, reyes, cómicos, cabezas de asnos, libélulas, sueños y un elixir de amor en el espacio del bosque (supuestamente próximo a Atenas).
Juntemos, pues, en desorden las tres imágenes: un libro, un cuadro, una obra de teatro de muy diversas épocas. Y construyamos con esa mezcla una serie de once campas, más o menos externas, por todas las zonas de la ciudad. Lugares amplios que sean a la vez pradera, claro y, en sus bordes, el bosque de las hadas (unos con más lejanía, otros más vacíos, otros más fantásticos), para dar forma a un conjunto de parques que permitan el encuentro y el baile, el juego y la representación.
Habrá que acondicionarlos, qué duda cabe. Pero en lo alto de la Fuente el Sol o las Contiendas; en la Cuesta del Tomillo y en el Pinar de Jalón; en la Playa de las Moreras; en la Chopera del Cid, la Ribera de Santa Ana, la Ladera Este de Parquesol o en el camino de Fuente Amarga; en la antigua Hípica Militar del Pinar o en la campiña del Carmen podrán constituirse esa suerte de parques peculiares, esas campas destinadas a acoger actividades más o menos regladas, más o menos sistemáticas o completamente espontáneas (según los casos), pero siempre contentas y espectaculares.
Cuando Purcell compuso La reina de las hadas, basándose en la obra de Shakespeare, nos dejó algunos rasgos de la vida que esperamos para las campas. Dicen las hadas: “Venid, venid, abandonemos la ciudad”. Y en efecto, nos llevan a un solitario lugar “donde no haya multitudes ni ruidos” (nosotros sabemos que, según los casos, pueden albergar en ocasiones muchedumbres y fiesta, como en San Isidro). Allí, “por la noche, con las dulces sombras, nos tenderemos sobre la hierba y con inocentes juegos pasaremos nuestros días”. Confían en que las preocupaciones y la desesperanza, la envidia y el rencor, “delicias del diablo, sean para siempre desterrados” de ese lugar.
Pero si el espacio es singular, también lo es el tiempo que les es más propicio. Lo acabamos de decir: su momento es el de la noche, a la luz de la luna (¿no quedamos en que los parques eran el reverso de la ciudad diurna y hacendosa?). Parques, repetimos, especialmente aptos para la noche. Y por eso mismo especialmente deleitosos, amenos, gratos. Porque (las hadas nos lo dicen expresamente) “una noche encantadora da más deleite que cien días afortunados”. Ahí está.
(Imagen del encabezamiento procedente de la película de Michael Hoffman A Midsummer Night’s Dream, de 1999).
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