En el libro de F. Colom (ed.), Narrar las ciudades (Barcelona, Anthropos, 2020), se reúnen 9 capítulos de otros tantos autores, referidos a una docena y media de ciudades (Florencia, Aranjuez, Berlín, París, Argel, Barranquilla, Luanda y otras). En cada uno de esos textos el autor nos cuenta cómo entiende él lo que otra persona (escritores, filósofos, políticos, artistas), entendía de la ciudad correspondiente. Jorge del Palacio, por ejemplo, nos habla de cómo cree que era “la vivencia del espacio” de Maquiavelo en la Florencia de su época, al analizar sus escritos. Y Victoria Mateos explica “la memoria visual y verbal” de Brassaï a partir de su libro París de noche. Y así todos los demás, cada uno con su autor y su ciudad (José Luis Sampedro, Benjamin, Camus, García Márquez y Pepetela. En el capítulo sobre Eça de Queirós no se habla de una sola ciudad, sino de varias en las que vivió; y en el de Vasconcelos, sobre “la ciudad virreinal”). Es un libro muy cuidado, y los textos extraordinariamente interesantes.
Pues bien. Si ahora recojo lo que me interesa de los autores del libro, que a su vez analizan las ciudades citadas como “espacios narrativamente mediados”, a través de los relatos y creaciones de esos autores que las vivieron anteriormente, nos encontraremos con una narración al cubo (o a la cuarta potencia: ya me pierdo). Y para ella me quedo con cinco temas que me gustan y que, de una forma u otra, se repiten en las distintas lecturas de ciudades incluidas en el libro.
1. Instantes felices. Está claro: la ciudad se construye, como si fueran ladrillos, de instantes felices. No hay lectura personal de ninguna ciudad que no incluya en lugar preferente algunos momentos especialmente buenos que sucedieron en espacios que también se recuerdan con cariño. Casi todos los autores del libro lo hacen. Benjamin recuerda los patios de su infancia “como espacios de la Navidad”; junto a otros “instantes de repentina iluminación”. Los hay que “disfrutaban del vagabundeo entre las muchedumbres”. Vasconcelos recordaba un viaje que hizo a Durango con su padre para allí “recrearse con una ciudad de piedra y calles trazadas a cordel”. A Sampedro, “un día de verano de 1930” le fascinaron los “gancheros” que arrastraban “la maderada del Tajo”. Casi siempre son recuerdos de la infancia, del verano, de algún amor. La verdad es que cuando el relato de una ciudad se acompaña de este tipo de recuerdos, de esa clase de “acontecimientos”, mejora muchísimo.
2. Lugares de encuentro. Sabemos que las ciudades son “espacios literarios”. Pero no nos equivoquemos. No centremos la literatura en monumentos o centros públicos importantes. Ni en las dotaciones fundamentales. No en los colegios, centros deportivos o sanitarios, espacios culturales, teatros, museos, iglesias, ayuntamientos… Ni en las viviendas. Vayamos a lo fundamental para la vida y el recuerdo. A esos espacios de encuentro. Brassaï “otorgó un papel central a la aparición de los supermercados”. Y “si la ciudad es la de los lugares de encuentro (…) el más importante fue el Mercado Municipal” de Luanda. Eça de Queirós: “tengo nostalgia del torrente humano de Rossio”. Por supuesto, hay que hablar de los pasajes y de los mercados al aire libre de Berlín. Pero sobre todo, siempre, de los cafés. García Márquez, por ejemplo, cuyo “territorio eran unas cuantas calles del centro de Barranquilla”, veía concentrarse “la vitalidad urbana y cultural” en la Librería Mundo, el Café Roma, el Café Japy, el Café Colombia y el Bar Americano.
3. El gran regalo. Nadie puede ser ajeno al solar de las ciudades. Los ríos están en todos los relatos (hace poco hablábamos del Tajo, que lo mismo era surcado antes por la falúa real que lo será después por los gancheros. Pero también aparecen como protagonistas el Arno, el Sena, el Spree, el Magdalena de Barranquilla). Y qué decir de las arboledas, de los parques, del cielo estrellado o del mar. “Esa luz tan deslumbrante que se convierte en blanco y negro”. El verano y la playa: el no va más. “Es durante la época estival cuando esa juventud argelina puede emborracharse de bienes naturales”. Porque “lo que hace tan especial a Argel (…) su gran regalo (…), es su profusión indiscriminada a la hora de entregar sus bienes naturales: el sol, el mar, los atardeceres, las noches”.
4. La diosa protectora. Hace algunos años se insistía en el genius loci, la deidad de cada lugar, y también lo propio, lo que hace que cada sitio sea único. Ahora solo se cita una vez en todo el libro: gracias. Pero sin denominarlo así hay al menos tres capítulos que dan una importancia enorme a los símbolos del carácter. Bien sea por la diosa protectora (Atenea en Berlín: “la nueva Atenas”; o Kianda en Luanda, “la reina de las sirenas y espíritu de las aguas”: una historia curiosa). Bien por los signos de grandeza y elección (la famosa Columna de la Victoria de Berlín, que Benjamin deseaba que desapareciese, pero que fue cambiando de significado, hasta que Greenpeace la puso una máscara de gas y Win Wenders acabó de transformarla en símbolo popular). O bien incluso por la resignificación de la ciudad por medio de un programa iconográfico muy consciente y convincente: el David de Miguel Ángel que se instaló en Florencia (que se pretendía la “nueva Roma”) como símbolo del bien común, del buen gobierno, de la lucha contra la tiranía.
5. Sin lecciones (la condición de la felicidad). Sánchez Ferlosio lo veía con claridad: cuando “el argumento se quedó parado (…) sobrevino la felicidad”. En esto, creo, iba detrás de Hegel, que ya había dicho que “la historia no es un suelo en el que florezca la felicidad. Los tiempos felices son en ella páginas en blanco”. Se habla en el libro, con frecuencia, de la ciudad colonial (hay varias versiones de cómo analizarla). Pero por otro lado resulta curioso el contraste que también aparece varias veces entre ciudades con “demasiado pasado” (“demasiado llenas de rumores del pasado”). Y las “ciudades abiertas”. Que quizá parezcan caóticas (“Ciudad de paranoia y caos: mi favorita”, decía Kapuchinski refiriéndose a Luanda). Que a veces se dicen “heridas” (¿qué ciudad no lo está?). Pero que si son abiertas es que se quieren ver “sin pasado”. Es decir, abiertas a la felicidad. Ciudades que “carecen de historia y, por lo tanto, no tienen nada con qué distraer el alma. En ellas, ésta se siente vacía y es entonces cuando el cuerpo toma la iniciativa”. Como Argel, que es una “tierra sin lecciones. Se conforma con dar, pero da con profusión. Está entregada por entero a los ojos y se la conoce desde el momento en que se disfruta. Sus placeres no tienen remedio y sus alegrías quedan sin esperanza” (Alfred Camus, Nupcias, 1938).
(Imagen del encabezamiento: Fiesta ganchera, Peñalén 2005. Los gancheros bajando la maderada por las aguas del Tajo. Procedente de wikipedia.org).