Blog de Manuel Saravia

El mundo es un piano de gatos

A veces nos reímos por algo que hace sufrir a otra persona. Es normal. Una caída ridícula, por ejemplo. Y digo “nos reímos” porque la risa es un proceso social que solo funciona bien, perfectamente, en comunidad. Por eso se ponen risas enlatadas en algunas comedias: para que parezca que somos muchos los que reímos esas gracias más o menos tontas. Es verdad: el humor se potencia y amplifica en grupo. Y digo “que hace sufrir”, porque a la risa suele acompañar la insensibilidad. “No hay mayor enemigo de la risa que la emoción”, dijo Bergson. Quien seguía: “Lo cómico, para producir todo su efecto, exige como una anestesia momentánea del corazón”. Genial. Cuando nos reímos de otro siempre somos unos cabrones. Para qué vamos a darle más vueltas.

Hace algunos siglos la mente maravillosa de algún ser humano (igualmente maravilloso) imaginó un extraordinario artilugio. Un instrumento musical que era más o menos como un piano. Pero que alojaba a un conjunto de gatos, ordenados en una hilera bien recta delante del teclado, con las colas tensas debajo de los percutores (que en este caso llevaban “puntas afiladas”). Al accionar las teclas saltaban los macillos, que golpeaban con su punta las colas y hacían gemir a los gatos. ¿No es algo extraordinariamente ocurrente? Eso sí, estaba tan bien trabajado que cada uno de los maullidos correspondería a una nota y un registro. Inigualable.

Tal engendro (“Pianoforte a gatti”) se recogió en el Musurgia Universalis del jesuíta Athanasius Kircher, en 1650. Según se contaba allí se inventó “para levantar el ánimo de un príncipe italiano”. El pobrecico estaba triste, o un poco melancólico, quién sabe. Y necesitaba algo que le diese vidilla. Pero la idea hizo cierta fortuna, y creo que el último que jugó con la gracieta del piano de gatos fue Dalí. Qué majo.

La cosa, todo el invento, parece demencial (y lo es). Pero… creo que de una forma más sofisticada sigue practicándose sin descanso el uso del piano de gatos. Con delectación. En versiones nuevas, con distinto teclado, distintos gatos y teñido de bonitas excusas ideológicas. Pero que no se apartan ni un ápice de lo fundamental: producir dolor, reírnos mucho y gustar de su música. Extasiarse, en último término, con la música que produce el dolor ajeno.

Y que sube de tono por momentos. Decía Kircher lo siguiente: “El resultado era una melodía de maullidos que se iba haciendo más fuerte a medida que los gatos se iban desesperando más. ¿Quién no iba a reírse con esa música? Así fue como terminaron con la melancolía del príncipe”. Es que es para troncharse. El dolor de otros ya no solo te da risa. Es que te suena como música celestial. Ya no apela a la insensibilidad que decíamos antes, sino que podría decirse, incluso, que es casi lo contrario. Se construye con este piano (visionario Dalí) un sentimiento refinado que poco a poco va haciéndose sitio en el gran teatro del mundo. No sé: tengo la impresión de que ya hay demasiada gente a la que gusta esta máquina infernal.

(Imagen del encabezamiento: Cat organ. artwork from Jean-Baptiste Weckerlin, Musiciana, 1877, pg. 349. Visto en https://it.wikipedia.org/wiki/Pianoforte_a_gatti. Tampoco está mal esto: https://ridiculouslyinteresting.com/2013/02/12/katzenklavier-the-cat-piano/).


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