Cuando Harari se preguntaba cómo consiguió Homo sapiens fundar ciudades e imperios, respondía: “El secreto fue seguramente la aparición de la ficción. Un gran número de extraños pueden cooperar con éxito si creen en mitos comunes”. Tenemos ciudades porque tenemos mitos. Y ahí estaba el fabuloso Nimrod, que logró seducir a la población “proporcionándoles ciudades”. Pues fue él “quien construyó esas cosas impías (o sea: ciudades) en Mesopotamia, entre las que se encuentran Uruk, Acad y Babel” (Ben Wilson, Metrópolis, Debate, 2022; a quien seguimos en este post). Ciudades seductoras. Las primeras.
Después vinieron muchas más. Como la legendaria Atenas que, al parecer, era un verdadero desastre: “Difícilmente creería que ésta es la Atenas de la que tanto he oído hablar”, escribía Dicearco, horrorizado. Sus calles eran “viejas y miserables callejuelas”. Pero, eso sí, los valores que la animaban eran los mejores: “Dieron vívidas pruebas de lo que la igualdad y la libertad de expresión podían lograr” (Heródoto).
Luego las ciudades romanas, que abrumaban con su lujo: “Qué cantidad de estatuas, de columnas que no sostienen nada se construyen para decorar, simplemente ¡para gastar dinero! (…) Nos hemos vuelto tan dependientes del lujo que solo sabemos caminar sobre piedras preciosas”, escribió Séneca. Pero en su final, aun cuajadas de estatuas y cemento, estas ciudades también se diluyeron. Porque “las ciudades son frágiles. Sin una inversión constante, sin renovación y civismo, su fragmentación se produce a una velocidad extraordinaria” (Ben Wilson, de nuevo). Renovación. Pero también civismo.
En algunos momentos se ha dado esa feliz armonía entre valores y obras. Lübeck, por ejemplo, que se convirtió en ciudad libre en 1226, cuando el poder estaba en manos de los 20 concejales del Rat (el Concejo), del que los clérigos y los caballeros no solo tenían prohibido formar parte, sino que tampoco se les permitía comprar terrenos urbanos. Curioso. Sin estatuas. Pero con estatutos (perdón). Se dice que esos mismos estatutos (Burspraken) “eran el pegamento que mantenía unida a la comunidad urbana”. Algo parecido a lo que cuatro siglos después se vio en Amsterdam: una ciudad que se ha considerado construida “a la medida humana”.
Pero no es fácil acomodar obras y valores, construcción y mitos. Hoy mismo, que nos vemos rodeados de eslóganes, tenemos la obligación moral de elegir bien. Qué obras hacer, qué mitos atender. Por ejemplo: ¿Cómo hacer frente al desorden ecológico, el calentamiento global y la contaminación, aplicando las normas consecuentes? O también: ¿Cómo abrir las puertas a los extranjeros, asumiendo los costes que pudieran derivarse en la política social? ¿Qué obras habría que hacer para lo primero, en movilidad, por ejemplo? ¿Qué obras, para lo segundo, de equipamientos o centros de refugiados, por ejemplo?
Vemos cada día distintas posiciones (legítimas, obviamente) para afrontar cada uno de esos puntos, y muchos otros que pudieran suscitarse. Pero para decidir tenemos la necesidad de conocer, de saber, de informarnos. Lo que exige trabajo. Pero sabemos que “muchos de los mayores crímenes han sido el resultado no solo del odio y la codicia, sino también de la indiferencia y la ignorancia asumida”. En la película de Fritz Lang, Metropolis (1927) se oye decir: “Si los pobres urbanos son vulnerables a las crisis económicas, también lo son a los sueños utópicos ajenos”. No vale aplicar, sin más, utopías. Ni propias ni ajenas. Tenemos, creo, la obligación de informarnos. Ya no son suficientes los mitos. Ni procede construir lo que sea, lo más precioso, sin saber dónde nos lleva.
(Imagen: Una calle de Plaka -que en griego significa “broma”-, el barrio antiestrés situado a los pies de la Acrópolis. Procedente de athens-free-tour.com).