En el diario de Manuel Azaña (1931-1939, titulado Paseos por mi jaula, editado por Árdora Eds. y presentado en el Círculo de Recreo hace unos días) puede leerse en la entrada del 12 de febrero de 1932 (aparte de otros comentarios y algunas consideraciones durísimas sobre otros políticos: qué burro era en su diario): “Uno de estos días pasados, estando en casa, sin ganas de hacer nada, he pasado por una situación de ánimo rara: he echado de menos la tristeza antigua, que se parecía tanto a la esperanza”. Lo que es, parcialmente, verdad: cuando añoras esa tristeza de hace tiempo, es que estás fatal.
“Tristeza antigua”. He visto que Valle-Inclán usaba esa misma expresión en relación con “los jardines propicios al amor”. Eso es bonito. Pero la tristeza de Azaña no es, para nada, romántica. Es la que asoma al constatar su cansancio de la política (“me decían que se me notaba el cansancio”). Su agotamiento en distintos momentos. Su falta de energía. “El recordar con gusto la tristeza y la melancolía de mis años de madurez, me reponía un poco de mi vida interior. No sé; quizás ese recordar sea ya un modo de volver a entristecerse”. No sé yo tampoco si, por ejemplo, Jacinda Ardern (carente, según ella misma ha dicho estos días, de energía para seguir), habrá también echado de menos esa tristeza anterior.
Pero para qué engañarnos. Esa tristeza no tiene nada de esperanza. Es solamente pena y desdicha ensimismada. Pues la esperanza llega con quien toma el relevo. Y en ese momento, desaparece toda tristeza. Lo duro es cuando en la casilla del remplazo solo figura: «Puesto vacante». Ahí sí: la tristeza es cierta, larga y profunda.
(Imágenes: «Manuel Azaña de joven en El Escorial, donde estudió en los agustinos. Fotografía tomada de ‘Azaña. memoria gráfica 1880-1940», procedente de elpais.com, en el encabezamiento. Y de la entrada «Manuel Azaña», en Wikipedia.org).