En el libro El cielo a medio hacer, del poeta sueco y Premio Nobel de Literatura 2011 Tomas Tranströmer (1931-2015), se contiene un brevísimo escrito titulado “La casa del dolor de cabeza”. Es buenísimo. Empieza así: “Me desperté en el mismo centro del dolor de cabeza”. Y no, no parece que sea la resaca. Es un dolor que te inunda y te rodea, por dentro y por fuera. “Me duele tanto el cabello que se está volviendo cano”. Un dolor raro y visible: “Es una medialuna que cuelga medio dormida en el cielo celeste”. Y que aunque el autor creía ver en principio concentrado en la casa en que vivía, finalmente se convenció de que su radio de acción era más amplio: “La pregunta es si no será una ciudad entera”.
A mí no me cabe duda. Existe la ciudad del dolor de cabeza. Y la tenemos entre nosotros. Por de pronto está ahí, en esas calles a veces en exceso ruidosas y agresivas que nos aturullan. También en la ciudad confusa y estresante que nos reclama urgentemente con más solicitaciones de las que podemos atender. Está en la angustia de quien no tiene nada que llevar a casa para sobrevivir. En el galopante acecho de la enfermedad, la muerte, el desgarramiento. En el calor asfixiante de algunos días. En la imposibilidad de pensar en el futuro, por más que lo persigas.
Pero si la ciudad la hacemos entre todos y todas, ¿por qué ha de ser tan dolorosa, por qué parece que se nos da tan mal, por qué tan dañina? Probablemente esté ahí una de las causas primeras del dolor que comentamos: porque no sabemos hacerla bien, no sabemos (tantas veces) insertarla en su entorno natural, no somos capaces de construirla en paz. Y esa misma congoja nos estrangula el alma. Habiendo sido incapaces de erradicar el dolor de cabeza, lo hemos esparcido. Y hecho norma. Si tal dolor es mío, lo extenderé hacia todos, os haré partícipes. Y así estamos. Feliz dolor.
(La amenazante imagen del encabezamiento procede de: http://spanish.fansshare.com/gallery/photos/14559948/night-thunder-storm-lightning-and-lightning/)