Cuando leí la historia que se cuenta (en varias versiones) de Hellmuth Falkenfeld me encantó. Al parecer este estudiante de filosofía le dijo exaltado a su compañero de estudios Herbert Marcuse un día de julio de 1914: “¿Te has enterado ya de lo que ha sucedido? Sí, claro -le contesta-, Sarajevo. No, hombre, no -dice Falkenfeld-: Que mañana se suspende el seminario de Rickert. ¿Qué pasa, está enfermo? No, es por la amenaza de guerra. Y precisamente mañana me tocaba a mí exponer el trabajo sobre Kant”. Ahí está. En un mundo abrumado por la guerra, Kant sigue siendo importante. Lo fundamental.
Más adelante, en noviembre, le escribe lo siguiente: “Sigo bien, aunque la batalla en que participé el 30 de octubre casi me ensordeció los oídos con el rugido de veinticuatro baterías de artillería. Sin embargo… -continúa tozudo nuestro estudiante- sigo creyendo que la tercera antinomia kantiana es más importante que toda esta guerra mundial, y que la guerra es a la filosofía como la sensualidad a la razón. Simplemente no creo que los eventos de este mundo material puedan, ni siquiera en el más mínimo grado, tocar nuestros componentes trascendentales, y no lo creeré incluso si un fragmento de metralla francesa se desgarrara en mi cuerpo empírico”. Vale, chaval. Un saludo a tu cuerpo empírico.
Es curioso. También hoy, aunque a veces no lo parezca, dentro de una pandemia que ocupa casi todo el espacio y también nos abruma absolutamente, sigue habiendo, no obstante, sitio para Kant y para todo lo demás. Conmovido por su empecinamiento, he buscado informaciones de nuestro amigo Falkenfeld. De ascendencia judía, al parecer pasó su infancia en Frankfurt an der Oder. Luego escribió teatro. Se alistó voluntario en 1914, “aunque era un pacifista” (nos dicen). Fue herido y enviado a Berlín. Estudió derecho y filosofía en Friburgo, Múnich y Berlín, donde escribió su disertación para el doctorado sobre “La relación del tiempo y la realidad en Kant y Bergson”.
Trabajó después en centros de educación de adultos en Berlín. Escribió más obras de teatro, ahora para la radio; y muchos artículos periodísticos. En 1938 emigró a Londres, y de ahí a Nueva York, donde trabajó como enfermero en el Hospital Mount Sinai. Murió en accidente de tráfico en 1954. Y la imagen del encabezamiento corresponde a la necrológica que se publicó el 12 de noviembre de ese año en el Aufbau (el periódico de lengua alemana de los exiliados judíos alemanes en Nueva York).
Así son las cosas. Falkenfeld vivió dos guerras. Una en el frente, otra de enfermero. Sabemos que le gustaba (muchísimo) Kant. Pero no vivió de la filosofía. Trabajó donde pudo en lo que pudo. Tenía una cara simpática. Y su historia de amor a Kant me parece, como dije, enternecedora. Pero a Luis Landero, que también la cuenta (a su manera, con algún error insignificante, en El balcón en invierno), le lleva a recordar a su propio padre en Barcelona, adonde fue movilizado en la guerra del 36.
“Cuando conocí esta historia -dice Landero-, pensé de inmediato en mi padre, que regresó de la guerra derrotado no por la armas sino por las letras, por la visión alucinada de una realidad desconocida y ni siquiera imaginada o soñada hasta entonces por él. Descubrió el ancho mundo, y con él el progreso, los prodigios de la modernidad, las complejidades y el brillo de la vida urbana, la invitación a la aventura de los barcos que zarpan hacia los confines oceánicos, y la ilustración y el saber”.
Madre mía. En unos casos la guerra (o la pandemia) es solo un fondo que no te aparta de tus asuntos principales. En otros (viaje incluido, no lo olvidemos), supone una revelación y te abre otros mundos. No sé. Es posible que se trate de distintas formas de ser. Pero es posible también que todos participemos, aunque sea en distinto grado, de las dos fórmulas. La pandemia nos oprime. Nos descubre hechos insólitos. Pero siempre estará también la vida (con sus logros y sus ruinas, propias de cada uno), ahí mismo, esperándonos.