Blog de Manuel Saravia

Entrar en el mar

Las ciudades, como los árboles y las serpientes, nacen del suelo. Y como los árboles y las serpientes, no pueden cerrar los ojos ni siquiera cuando duermen. Pobres. Esa expresión, “las ciudades nacen del suelo”, la dijo Eliseo Reclus, sobre quien se acaba de publicar un curiosísimo libro que explica sus ideas sobre la ciudad (J. L. Oyón, La ciudad en el joven Reclus 1830-1871, Ed. del Viaducto, Barcelona, 2017). Reclus, se recuerda allí, nos enseña a mirar la naturaleza desde la ciudad, de dónde viene el agua y a dónde va, esas cosas y todo lo demás. Nos induce “a mirar con atención a los árboles, a mirar siempre hacia afuera, a situar el origen en una geografía que nos ha sido gentilmente regalada”. Este libro quiere recuperar toda esa sensibilidad reclusiana “sin la cual no hay, no habrá nunca, ni ciudad ni urbanismo ecológicos”. Si bien no debería caerse en la tentación de trasladar sin más a la actualidad su propuesta de ciudad, que sería “absolutamente anacrónico”. Los datos y la situación de entonces no son comparables a los de hoy. Pero aun así (o quizá por ello) el libro es muy estimulante.

Proponía Reclus la ciudad ilimitada, la extensión indefinida de las ciudades y la fusión total con el campo. Una disolución entre ambas entidades sin límites físicos establecidos. Con el ideal de convertirse en “cuerpos orgánicos de una salud y belleza perfecta”. Y así nos hablaba del deseo de que “el organismo urbano (fuera) capaz de asegurar por un proceso automático sus aprovisionamientos, su circulación sanguínea y nerviosa, la reconstitución de sus fuerzas y la eliminación de sus desechos”. Consideraba que “lo indiscutiblemente positivo de la ciudad interior es en esencia ser foco fundamental de civilización –museos, bibliotecas, centros de enseñanza y de cultura, de arquitecturas históricas de interés, de sociabilidad: la ciudad como foco necesario de progreso”. Pero además, “el otro elemento que hace bello el caso de las ciudades es la naturaleza: los ríos y arroyos limpios que penetran en su interior, los paseos y parques arbolados”.

En su libro Historia de un arroyo (1869) Reclus vislumbra lo más parecido a una propuesta concreta de esa fusión que deseaba de la naturaleza con la ciudad, donde las vías y medios de comunicación juegan “un papel absolutamente capital en todo el espacio concebido en la imaginación reclusiana para la supresión de las fronteras”. Y prefigura la ciudad ideal junto a un caudaloso río, próximo a su desembocadura. Una gran ciudad “reconciliada con su naturaleza” y “crisol del mestizaje étnico” que posea de nuevo “la belleza de los tiempos antiguos”. Y la ve en esa posición, desembocando, porque “si los ríos simbolizan los distintos pueblos que afluyen progresivamente al cauce principal para mezclarse en una gran corriente única”, parece lógico que sus confluencias sean puntos privilegiados para la localización de las ciudades. E igualmente lógico “suponer que la gran ciudad justa y reconciliada con la naturaleza donde acaba su curso el río de la historia de un arroyo pueda ser también el lugar al borde del mar donde todas las aguas, todos los pueblos, acaben finalmente por reunirse” en el largo e idealizado camino hacia la unidad del planeta.

Una imagen del deseo que recuerda aquellos párrafos preciosos de la novela de José Mª Arguedas Los ríos profundos, a los me he referido en otras ocasiones. Con ese gran río en el pensamiento y la mirada (también símbolo de unidad) que acabaría por «entrar en el mar, acompañado de un gran pueblo de aves que cantarían desde la altura». ¿El Orinoco? ¿El Duero en Oporto, por ejemplo? Lo peor es que esa imagen de todo todo todo desembocando en el mar océano recuerda demasiado a la muerte (los ríos que van a dar en la mar, que es el morir; ya saben). Aunque del mar también, creo recordar, nació la vida. Ahí está Venus. Y de alguna manera, también Eva. Y con ella la serpiente, que como todo el mundo sabe nació del suelo y nos trajo, de nuevo y del suelo, las ciudades, en un bucle interminable. Ahí estamos, naciendo y muriendo como locos, cada día y cada noche, sin cerrar nunca los ojos.

(Imagen: el delta del Orinoco, procedente de istockphoto.com).


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