Los que se dedican (nos dedicamos) a la política saben (sabemos) que entre la verdad y la no verdad (que no es la mentira, por favor, seamos serios) hay una línea extremadamente fina. Probablemente roja (siempre la delgada línea es roja). Es cierto: la verdad es esquiva. Como se puede comprobar muy bien con esa técnica de registro, inicialmente neutra, que es la fotografía. El libro de Joan Fontcuberta El beso de Judas. Fotografía y verdad (Barcelona, 1997) es un monumento al escepticismo (la desconfianza crítica). Tomaremos de él un par de recordatorios para comprobar que, también aquí, si hablamos de verdad y mentira, nos movemos sobre arenas movedizas.
El primero: hay fotomontajes que no tergiversan. Decía Picasso que “el arte es una mentira que nos permite decir la verdad”. Y Fontcuberta, al analizar la “genealogía de la manipulación” fotográfica, explica los distintos tipos. Está, por de pronto, la manipulación “del objeto” (simulacros para la construcción de ficticios). O la “del contexto” (la plataforma institucional en la que la imagen adquiere su sentido). Pero también se refiere a la manipulación “del mensaje” (del soporte físico de la imagen fotográfica). Y nos recuerda los retratos de grupos familiares que estudió Sendón en su historia de la fotografía de Galicia. Es una historia bonita. Al preparar aquellas fotos familiares, como había muchos de ellos que habían emigrado y era imposible reunirlos a todos delante de la cámara, se recurría al fotomontaje. Se hacía la foto al grupo que se podía convocar, pero al colocarse tenían la precaución de dejar expresamente huecos para los ausentes, quienes enviarían después sus fotos desde Buenos Aires o Caracas, que se integrarían al grupo con un bonito y completo fotomontaje. “La situación era falsa pero se imponía fácilmente porque sustancialmente era cierta: auténticos eran los protagonistas, auténtica era la familia, auténticos los lazos entre unos y otros; de la fotografía solo eran falsas las circunstancias”.
El segundo: a veces nos puede el afán de sobrepoetizar. En la práctica –nos cuenta- “la verdad se ha vuelto una categoría escasamente operativa. De alguna manera –sigue Fontcuberta-, no podemos sino mentir. El viejo debate entre lo verdadero y lo falso ha sido sustituido por otro entre ‘mentir bien’ y ‘mentir mal”. Porque “toda fotografía es una ficción que se presenta como verdadera”, pero “la fotografía miente siempre”. Lo importante “no es esa mentira inevitable. Lo importante es cómo la usa el fotógrafo”, el control que ejerce “para imponer una dirección ética a su mentira. El buen fotógrafo es el que miente bien la verdad”. Porque “la fotografía actúa como el beso de Judas: el falso afecto vendido por treinta monedas”. Todo es verdadero y falso a la vez. Y Fontcuberta se enfada con que aquellos “logros fotoperiodísticos” que arrastran rocambolescas anécdotas (como las famosísimas fotos “tramposas” de Doisneau, Lange, Capa, Centelles, etc.), al ser descubiertos como imágenes trucadas “se sancionan como una traición. Traición ¿a qué o a quién? De hecho, en todas estas traiciones al fotógrafo no le ha guiado más que un afán de sobrepoetizar o de obtener resultados con una mayor fuerza gráfica, lo cual no desmerece en absoluto su trabajo”.
El libro acaba así: Hoy “lo real se funde con la ficción y la fotografía puede cerrar un ciclo: devolver lo ilusorio y lo prodigioso a las tramas de lo simbólico que suelen ser a la postre las verdaderas calderas donde se cuece la interpretación de nuestra experiencia, esto es, la producción de la realidad”.
(Imagen: la famosa foto de Doisneau: Baiser sur la place de l´Hôtel de Ville)
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