Para la boda de mi hija mayor sus hermanas se hicieron con una máquina de hacer burbujas. No un vaso de agua jabonosa y un soplador de plástico. No. Una verdadera máquina, de tamaño considerable, que producía burbujas al por mayor. La pregunta es: ¿Dónde se encuentra la máquina de burbujas que con seguridad esconden “los mercados”? ¿En un valle recóndito de Suiza? ¿En una cala escondida de las Islas Caimán?
Porque lo cierto es que fabrican pompas sin cesar. Ayer mismo leíamos: “La burbuja inmobiliaria llega a las favelas de Río. El mercado expulsa a sus habitantes. Ricos, extranjeros y estudiantes han puesto un ojo en estos barrios, donde los alquileres han subido de forma estratosférica”. Y también ayer: “¿Estamos ahora ante una nueva burbuja tecnológica?”
Son esas burbujas económicas (especulativas) que se producen por una subida imparable y disparatada del precio de un determinado producto, que alcanza valores desorbitados y acaba estallando. Las ha habido muy llamativas, como la de los tulipanes holandeses, el crack del 29, la burbuja de Japón de los 90, la de las empresas “puntocom” de los 2000 o la de las hipotecas subprime de 2006. En España la última burbuja inmobiliaria explotó en 2008, después de años en que los precios de la vivienda subieron seis veces más rápido que el IPC. Las consecuencias han sido dramáticas.
Suele decirse que son imprevisibles. Que no tienen fácil explicación. Pero lo cierto es que ya con Rato como ministro de Economía se hablaba de que se estaba engordando la burbuja que finalmente estalló. Un elemental principio de prudencia debería haber inducido a frenar, o al menos atenuar, desde la administración pública el desarrollo de un proceso tan peligroso. Y debería hacernos actuar con toda cautela en procesos similares del futuro. O de ahora mismo, cuando empiezan a aflorar de nuevo toda suerte de proyectos desmesurados y especulativos que fueron escondidos en el cajón hace siete años.
Entretanto, y para ir haciendo prácticas, sugiero este bonito juego.