Me gustaban tanto los trabajos del sociólogo Loïc Wacquant que no dudé mucho en comprar su libro más raro: Entre las cuerdas. Cuadernos de un aprendiz de boxeador (Madrid, Alianza, 2004). El aprendiz era él. Por una serie de circunstancias se inscribió en un club de boxeo del gueto negro de Chicago. “Durante tres años me entrené junto a boxeadores del barrio, aficionados y profesionales, entre tres y seis veces por semana. Para mi sorpresa, me fui enganchando poco a poco hasta el punto de disputar mi primer combate oficial”. A Zygmunt Bauman le encantó el libro: “Una joya, un poema en prosa, una obra de amor y sabiduría al mismo tiempo”. Y es curiosísimo.
Porque lo cierto es que un sociólogo que sea también boxeador tiene su gracia. Permite ver el mundo del boxeo desde una perspectiva algo diferente. Sin entrar en el debate sobre la dureza de este deporte (el diario El País viene proponiendo su abolición desde 1977), no puede desvincularse del entorno en que se cultiva. Extraigo media docena de párrafos del libro de Wacquant.
El gueto. La sala de boxeo se define “en su relación de oposición simbiótica al gueto que la rodea: al reclutar a sus jóvenes y apoyarse en su cultura masculina del valor físico, el honor individual y el vigor corporal, se enfrenta a la calle como el orden al desorden, como la regulación individual y colectiva de las pasiones a su anarquía privada y pública, como la violencia controlada y constructiva de un intercambio estrictamente civilizado y claramente circunscrito -al menos desde un punto de vista de la vida social y de la identidad del boxeador- a la violencia sin sentido ni razón de los enfrentamientos imprevistos y carentes de límites o sentido que simboliza la criminalidad de las bandas y de los traficantes de droga que infestan el barrio”. El gym es “un antídoto contra la calle. Cada hora pasada entre las paredes de la sala es una hora arrancada al asfalto de la avenida 63”.
Los códigos. El gym es también “una escuela de moralidad en el sentido de Durkheim, es decir, una máquina de fabricar el espíritu de la disciplina, la vinculación al grupo, el respeto tanto por los demás como por uno mismo y la autonomía de la voluntad, aspectos indispensables para el desarrollo de la vocación pugilística”. Cada oficio tiene su código ético, un conjunto de reglas que definen su carácter, la conducta y las relaciones adecuadas hacia y entre sus miembros. “En algunas ocupaciones este código se formaliza, se recita e incluso se jura. En otras, es un conjunto de normas imprecisas, aprendidas y desplegadas en el propio ejercicio (…) El boxeo profesional no es diferente. Los boxeadores lo aprenden pronto (…) Oportunamente, la moral propia de los boxeadores profesionales está encapsulada en una sola palabra: sacrificio”.
El esfuerzo. “A menudo se ha comparado a los boxeadores con los artistas, pero una analogía más exacta apuntaría más bien al mundo de la fábrica o al taller del artesano. Porque el Noble Arte se parece punto por punto a un trabajo manual pero repetitivo”. El sacrificio del boxeador no se queda tras la puerta del gimnasio. “Frecuentemente se ha señalado -con razón, según mi experiencia, dice el autor- que los púgiles son a menudo fuera del ring gente llena de dulzura, ávida de exteriorizar la amabilidad que le está prohibida entre las cuerdas”.
El honor. El gym es, por último, “una máquina de sueños”. No puede dilucidarse “la importancia y el arraigo del boxeo en algunas sociedades (al menos en las franjas inferiores de la esfera social de donde emana) sin examinar la trama de relaciones sociales y simbólicas que se tejen en el interior y alrededor del gimnasio, núcleo y motor del universo pugilístico”. Porque “el gimnasio es el vector de la desbanalización de la vida cotidiana al convertir la rutina y la remodelación corporal en el medio de acceder a un universo distintivo en el que se entremezclan aventura, honor y prestigio”.
El boxeo es durísimo. Pero también responde al relato de Wacquant. Y la verdad, cuando algunos hablan del combate (permítanme que use ese término), del combate político como si debiese analizarse desde la perspectiva del “arte de la guerra” (con sus estrategias, armas, rangos, disciplinas, tácticas y análisis), pienso que quizá sería mejor (algunos lo han hecho ya, a su modo) adoptar la mirada del pugilista, con sus propios códigos. Por lo menos nos permitiría reconocer abiertamente (como broma, ciertamente) las diferencias de estilo y táctica que los boxeadores adoptan en el ring: “boxer (estilista), brawler o slugger (camorrista), counterpuncher (boxeador a la contra), banger (pegador o tosco), animal, etc.” ¿No podría venir bien?
(Imagen: procedente de la portada del libro citado).