Daniel Cid y Teresa Sala nos recuerdan esta explicación de Neruda, en Confieso que he vivido, sobre su casa. Que la había edificado (la Isla Negra) “como un juguete, como las botellas con barquitos misteriosamente colocados dentro”. Atendiendo así a su pasión por llenar la vivienda de chismes, de “todo tipo de piedras, infinidad de caracolas, pinturas marinas, dientes de cachalote, un gran timón, brújulas, mapas, escaleritas verticales de velero, barcos dentro de botellas o mascarones de proa”. La verdad es que, a pesar de su exuberancia, creo que no es tan raro. Cada casa es, de alguna manera, un barquito dentro de un caparazón: ¿Qué hacen ahí esas cosas? Quien más, quien menos, todos nos rodeamos de esas piezas, casi objetos de caza, con que vamos decorando la vida.
Una de las entradas más bonitas del “lenguaje de patrones” de Alexander es, a mi gusto, la que se titula “Los objetos de su vida”. Reclama en ella disponer en el entorno privado de la existencia (es decir: en la vivienda propia) aquellos objetos que para nosotros o nosotras posean mayor significado, mayor poder evocador, “en ese proceso continuo de autotransformación que es la vida de cada cual”. Consiguiendo así que cada cuarto sea “la expresión vital de una persona o de un grupo de personas, la manifestación de sus vidas, de sus historias, de sus inclinaciones, desplegada con toda franqueza por las paredes, los muebles y las estanterías”. Y pone algunos ejemplos, a cual mejor (la medalla de oro, para mí: “puntiagudas conchas marinas que aún conservan el zumbido del mar”).
Hay dos publicaciones recientes que ilustran este proceder que podríamos llamar, en el mejor sentido de la palabra, “decorativo” de la vivienda propia. Por un lado, Las casas de la vida (D. Cid y T.M. Sala, Planeta, 2012, reed. en 2021), donde se recoge una selección de escritos que dan cuenta del “calor” de las viviendas de algunos creadores, y especialmente de la forma (nada neutral) en que las vivían (Goethe, Dickinson, Neruda, Pessoa, Ortega, Freud, Dalí, Curie… hasta 25 autores). Otro, de Sandra Petrignani, titulado La escritora vive aquí (Gatopardo, 2019), en el que se reúnen testimonios del habitar de algunas autoras muy conocidas: Marguerite Yourcenar, Karen Blixen, Virginia Woolf, Colette…
Ordenemos las ideas con algunas citas de ambos libros. Porque, según parece, esos objetos contribuyen a dar sentido al habitar: nos sobreviven, y “habitar significa dejar rastro” (Benjamin). Poetizan el espacio propio, y “poetizar es habitar”: Bachelard. Hacen de la habitación un mundo completo (Emily Dickinson: “quizá ningún otro poeta haya vivido tan provechosamente como ella en una sola habitación”). Esté la casa llena (la “desmesura oceánica” de la escritura de Víctor Hugo, que “hace eco de sus fastuosos interiores, donde llegó a disponer 56 espejos”). O casi vacía (“Tengo una hermosa habitación blanca… he dicho hermosa y lo cierto es que no tiene otra belleza positiva que su blancura; una blancura grata de ropa limpia”: Caterina Albert).
Se disponga como un museo para enseñar (“los cuadros sobrecargaban las habitaciones y apenas quedaba espacio donde poder refugiarse… su casa era casi un museo”: lo decía Proust de Moreau). O un encierro para defenderse (con “las dos intimidades: la intimidad por causa de lo interior y la intimidad contra lo exterior”: Rilke. Porque estar solo en casa es “una condición necesaria de la felicidad”: Kafka). Con piezas extravagantes (como los “copos de nieve” de Colette, o ese “arcón repleto de tachuelas y láminas doradas” de Blixen). O radicalmente personales, intraducibles, con sentido propio (la habitación que “le recordaba el interior de las cabañas noruegas”: también Blixen).
Crecientes (los “objetos que invadirían la casa como una hiedra”, Soane). O menguantes (“Fue quedándose con lo mínimo: dos velas rojas bastaban”). Pero finalmente, siempre signos de carencia (“Tiene que haber un paraíso en alguna parte”: Yourcenar). Porque seguramente las cosas son así: “Que desvaído sería todo si fuéramos felices”.
(Imagen del encabezamiento: Foto de J. Szarhouski, recogida por Ch. Alexander en 1977).