Tres cosas breves. La primera. Uno de los hechos que acompañan habitualmente a la falta de lluvia es la falta de nubes (ya: elemental). Y sin ellas no puede configurarse más que un paisaje desértico de silencio. Así estamos: esperando a las nubes. La arboleda del mar, como alguien las denominó.
La segunda. Si no me equivoco, la contemplación sin trascendencia, que no lleva a ninguna parte ni se extrae de ella enseñanza alguna, no tiene muy buena prensa. Pero, si sigo sin equivocarme (qué cansancio, tener siempre razón), el arte es forma; y la observación, sin más, de formas puede procurar también una paz parecida a la del arte. Podríamos reutilizar una frase de Valente: “Se apaciguan las horas, el afán o la pena”.
La tercera. El cielo nuboso (que no necesariamente nublado) permite uno de los juegos más elementales y gratificantes: observar las nubes e intentar desentrañar su significado, sus mensajes. Una práctica casi infantil que ha llevado incluso a la creación de asociaciones de personas adultas. Poetas, seguramente. Como Ibérica de nubes, organizadora de algunos de los eventos más singulares que pudieran pensarse. Bien por los observadores.
(Imagen: Nubes vistas en invierno de 2011 en Suiza, y fotografiadas por Simon A. Eugster).