Al contemplar la naturaleza, a Víctor Hugo (a quien citábamos el otro día) se le iba la cabeza hacia el pavo real: “Ese magnífico pavo real que es la naturaleza”. Pero Amartya Sen es más partidario de hablar de la lechuza moteada. El capítulo 4 de su libro Primero la gente. Una mirada desde la ética del desarrollo a los principales problemas del mundo globalizado (efectivamente: demasiado largo) se titula así: “Por qué debemos preservar la lechuza moteada”. (O las luciérnagas, podríamos decir también).
El argumento que defiende es interesante. Empieza bien: “Nuestras condiciones de vida poco o nada se ven afectadas por la presencia o ausencia de las lechuzas moteadas”. Nada que objetar. “Pero tengo la firme creencia de que no debemos permitir su extinción, por razones muy poco vinculadas a las condiciones de vida de los seres humanos”. ¿Será porque forma parte de alguna cadena trófica? No. ¿Porque cumple determinada función en algún ecosistema? Tampoco.
Sen recurre a Buda (nada menos), y afirma que, como somos mucho más poderosos que otras especies, “tenemos cierta responsabilidad hacia ellas, vinculada a esta asimetría”. Algo así –continúa- como la responsabilidad de una madre hacia su hijo. Debemos evitar la extinción de la lechuza moteada, como la de cualquier otra especie, por “una responsabilidad asociada a nuestra fortaleza”. Es curioso.
Podemos tener muchos motivos para animar nuestros esfuerzos de conservación, “pero no todos son necesariamente parasitarios en función de nuestras propias condiciones de vida y, de hecho, algunos están relacionados con nuestro sentido de los valores y de la responsabilidad de unos con otros”. De ahí que, concluye Sen, el papel de la ciudadanía en la política ambiental nos obliga a vernos no ya solo como “pacientes con necesidades”, sino también como “agentes que razonan”. Y a promover el debate público y participar en él desde esa perspectiva. No está mal.