Con esta palabra se tradujo el título del libro de Albert O. Hirschman The Rethoric of Reaction (“Retóricas de la intransigencia”, FCE, 1991), y yo creo que estuvo bien elegida. Intransigencia, es decir: intolerancia, fanatismo, reacción. El autor, recientemente fallecido, nos recordaba en ese estudio cómo ninguna de las conquistas sociales fundamentales se ha desarrollado sin retrocesos, sin interrupciones, sin crisis y sin enormes problemas. La intransigencia siempre ha intentado tumbarlas, y Hirschman mostró cómo tales ataques han respondido siempre a unas mismas pautas. Con reiteración los medios reaccionarios se emplean a fondo en argumentar la supuesta perversidad, futilidad o riesgo de las nuevas formulaciones de la justicia social. Siempre con las mismas fórmulas.
¿O es que alguien piensa que los derechos han sido regalados? Sobre el sufragio universal hay que recordar cómo la intransigencia veía a los trabajadores como “masas vociferantes llamadas el pueblo”. Sobre el estado del bienestar los intransigentes consideraban que “se promovía la pereza”. Sobre la abolición de la esclavitud decían que “es gente bárbara y salvaje y silvestre, y esto tiene anexo la barbaridad, bajeza y rusticidad cuando es grande, que unos a otros se tratan como bestias”. Sobre el racismo, la intransigencia defendía la existencia de “una natural desigualdad” entre las diversas razas humanas. Sobre la abolición de la pena de muerte, la intransigencia entendía que “lo natural” es matar a los asesinos (“la conservación del Estado es incompatible con la suya; es preciso que uno de los dos perezca”).
Y si esto sucede con derechos que forman parte de lo mejor de la civilización, de lo que da sentido a la condición humana, qué no sucederá con los debates sobre cuestiones de menor rango. ¿Qué hemos de hacer, frente a la intransigencia? Parece claro: resistir.