Blog de Manuel Saravia

9. Dondequiera que usted se encuentre hay bastante Londres

Aunque parecen propias de otras épocas (de otros siglos, podríamos decir incluso), las comunicaciones por carta siguen teniendo un espacio propio, que no se sustituye ni colma con las nuevas vías de relación telemática. Puede analizarse su historia y debate cultural en el capítulo titulado “La escritura feliz: literatura y epistolaridad” del ensayo de literatura comparada de Claudio Guillén Múltiples moradas. Allí se analiza “la composición de cartas” en las “sociedades del Mediterráneo”. Cómo se produce “el tránsito del habla a la carta”. Cuáles han sido los manuales para la redacción de cartas más influyentes o conocidos (entre ellos, el editado en Valladolid en 1549 por Gaspar de Texeda titulado Cosa nueva. Primer libro de cartas mensajeras). O el recuerdo de los cuadros de Vermeer, de Metsu, de Terboch en que se ve a la lectora de una carta en el momento que está leyendo (lo cita Pedro Salinas en su Defensa de la carta misiva). La superposición (a veces) de la comunicación privada y la pública…

El capítulo concluye con una curiosa cita de John Donne, que sirve de ejemplo de aquellas cartas que se envían cuando “lo que se comunica es menos importante que la voluntad de comunicarlo y, más aún, de recibir respuesta”, y que no me resisto a reproducir. Puede relacionarse con la expresión de Goethe sobre el paisaje (los espacios son sólo territorio, “hasta que tú, amada mía, lo transformaste en un lugar”). O incluso con la idea de la ciudad como pantalla blanca (donde lo importante, más que el continente, es la vida que se desarrolla en ella, la que se proyecta sobre ella). Ésta es la cita:

“Señora, yo podría intentar adivinar si las almas que van al cielo conservan alguna memoria de quienes quedamos atrás, si supiera que usted alguna vez ha pensado en nosotros, puesto que ha gozado de su cielo, que es usted misma, en su casa. Su marcha ha convertido Londres en un cadáver. Es verdad que la presencia de la Corte consigue darle picante y embalsamarlo, evitando la putrefacción, pero el alma se fue con usted. Y creo que la única razón por la que ha menguado la peste es porque el lugar ya está muerto, y que no queda nada digno de matar. Dondequiera que usted se encuentre hay bastante Londres. Y decir esto es hacerla de menos, pues usted es mucho más que el resto del mundo. Cuando sienta el deseo de obrar un milagro regresará aquí, salvará al lugar de la muerte y resucitará a los muertos que hay en él; entre los que me cuento… excepto por cuanto la esperanza de merecer su favor me conserva vivo; lo que usted me confirmará claramente si me hace llegar una sola carta suya en la que me ratifique que ha recibido las seis mías. Pues ahora mis cartas van cobrando tanto volumen que acaso usted podría dividirlas como el libro de Amadís de Gaula, diciendo que ésta es la primera carta de la Segunda Parte del Libro Primero. Su humildísimo y afectísimo servidor, J. D.”


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