Procesos subterráneos. Nos interrelacionamos en procesos interminables. Entre nosotros y con el mundo. También con unos objetos que se calientan con nuestro contacto. Vale. A veces esos procesos se ven. Y los ponemos nombre. Pero la mayor parte de las veces, solo los sentimos de forma confusa. Y se quedan en el universo de la «subconversación”. Probablemente son la base de la mayor parte de nuestra vida. Pero no alcanzan a ser expresados ni siquiera en el monólogo interior. Solo nos quedan las sensaciones. De las que también dudamos.
Nathalie Sarraute decía esto: “Sé de sobra que no debo confiar en la impresión que me producen las calles de mi barrio”. Nada. Desconfianza sin fronteras. A la autora de Tropismos (1939) le habría gustado determinar esos movimientos subterráneos, casi involuntarios, en los que se originan los comportamientos, las sensaciones; esas vibraciones imperceptibles que se dan en el nacimiento de los fenómenos antes de pasar por los tamices sociales. Impresiones innombrables, derivas silenciosas y fantasmales que condicionan decisivamente las relaciones.
Tropismos. Entre esos procesos están los tropismos. Porque los organismos vivos (¿también las piedras?) están conmovidos por múltiples empujes. Filias y fobias trenzadas en el espacio vivo. Esos movimientos de las plantas y los animales ante ciertos estímulos del ambiente. Que también se dan en las personas. Incluso en las ciudades en su conjunto (según esa vieja broma de considerarlas como organismos vivos). Unas ciudades en que los seres humanos se confunden con animales o plantas, y que a veces parecen comportarse como las glicinas o los hongos, dando la impresión de que carecen de voluntad propia.
Decíamos que en el aire húmedo y caliente se cruzan los impulsos. Y así podemos ver cómo nos movemos invariablemente hacia la luz del sol. Exactamente igual que los girasoles. O hacia la luz que nos proyectan algunas personas (también somos giratús). Igualmente advertimos maniobras envolventes como las de las plantas trepadoras, que se enroscan fuertemente en el tronco de los pinos. O movimientos para respirar, como las raíces que se dirigen hacia las zonas aireadas del terreno. O que buscan el agua con ahínco. O simplemente (creo que se llama geotropismo), ese subir y subir de las ramas de los árboles, a contracorriente de la gravedad, en busca de no se sabe qué, allá arriba. O los curiosos “traumatropismos”: cuando la planta lesionada se esfuerza, como si fuese una buena amiga, por mimar la zona herida. Fobias y filias, que buscan resguardo o compañía por doquier.
En el barro. Decía Sarraute que los retratos son siempre falsos. Porque se construyen alrededor de una apariencia, e intentan resumir una vida que siempre es inmensa y compleja. Y hablaba Juan José Saer también de “la incertidumbre de lo real”. Ambos creían que los relatos, para que tuviesen garra, tenían que desarrollarse, al menos en parte, en ese mundo subterráneo, “fluido, pastoso, gelatinoso”, en que germinan los comportamientos y se disparan los tropismos. Fuego a discreción. En ese espacio donde brota una conciencia todavía naciente y borrosa, anterior a la razón. Cruzada por esas afinidades y tropismos. Una borrosidad que, además, justifica la necesidad del arte: “Lo esencial para hacer visible lo invisible (sigue Sarraute) es la forma. Sin forma, no hay nada».
Una pasta en que germina el pensamiento naciente, semejante al limo originario de la vida. Un monstruo baboso, blando, húmedo y cálido. Donde brotan los “fenómenos del fondo”, donde “las figuras de los sueños fermentan” (Valente). No precisamente en el pétreo Partenón ni en algún perfectamente limpio lienzo de Rubens. Necesitamos partenones y rubens (pues sin forma no hay nada). Pero también pantanosas zonas donde descansa el musgo, la pecina y las arcillas, el limo húmedo y sin forma. Necesitamos también, como el comer, esos “barros oscuros”. Donde emergen y se desbocan los tropismos, también llamados por algunos: amor y odio.
(Imagen: Ta Prohm, Angkor, Camboya. Autor: Markalexander 100).