Hace algunos días un buen amigo me comentó que, por casualidad, habían caído en sus manos dos libros muy distintos que trataban del enemigo (o de los enemigos, más bien), con casi 1900 años de distancia, pero con curiosas semejanzas. “El primero –decía- fue Plutarco con su Cómo sacar provecho de los enemigos (Siruela); y el segundo Umberto Eco y la obrita Construir al enemigo (ebook). Plutarco interpreta al enemigo como necesario y Eco como imprescindible. Según el primero es imposible encontrar ‘un Estado que no produzca envidia, celo o rivalidad’, mientras que el segundo opina que ‘no podemos pasarnos sin el enemigo”.
Dando la vuelta a la argumentación, “para Plutarco, lo más perjudicial de la enemistad podemos convertirlo en lo más provechoso para nosotros mismos y para nuestro entorno, su extrema vigilancia de nuestras acciones nos convierte en ejemplo de virtud. Ese continuo vigilar cada uno de nuestros movimientos nos obliga a ser estrictos con nosotros mismos y no hacer así nada con indiferencia ni irreflexivamente”. Poniendo el ejemplo de un político en medio de una revuelta en Quíos, y situándose en el lado de los vencedores, Plutarco aconsejaba “no expulsar a todos los adversarios puesto que ‘al estar privados completamente de enemigos, comenzaremos a tener diferencias con nuestros amigos’. Si el enemigo consigue concitar en él todos tus odios, serás agradable con los amigos que viven en la prosperidad”. Vaya.
Por otro lado Eco, “muchos siglos después, cuando reflexiona acerca de los enemigos externos, tiene claro que son mucho mejores que los enemigos internos, compatriotas, compañeros. Los primeros permiten consolidar una lucha por un bien común, mientras que los segundos confunden y desmoronan. Nos dice expresamente que ‘tener un enemigo es importante, no solo para definir nuestra identidad sino también para procurarnos un obstáculo respecto del cual medir nuestro sistema de valores, y mostrar, al encararlo, nuestro valor. Por tanto, cuando el enemigo no existe es necesario construirlo”.
Sostiene Javier que en el trabajo de la política se está continuamente expuesto a que un buen número de adversarios señalen a unos y otros como enemigos, porque “los necesitan para representar amenazas y crear diferencias”. Pero también que en ese mismo ámbito, donde con frecuencia se crean enemigos por causas diversas, “a veces son desconocidas”. Además, muchas de las enemistades están tasadas, “controladas, numeradas y conocidas”. Pero Eco expone los peligros “del desplazamiento de la imagen del enemigo de un objeto humano a una fuerza social que de alguna manera nos amenaza y, de alguna manera debe ser doblegada”.
Y en esto nos encontramos con un librito reciente del filósofo de moda, el coreano Byung-Chul Han, titulado Topología de la violencia (Herder, 2016; original de 2013). Allí, el capítulo destinado a la “Política de la violencia” se lo lleva el debate sobre amigos y enemigos. Y empieza (agárrense) con Carl Schmitt: “La esencia de lo político se basa en la distinción entre amigo y enemigo. El pensamiento político y el instinto político no son otra cosa sino la capacidad de discernir entre amigo y enemigo”. Y desde esa política de la violencia se pasa a la política de la identidad (algo ya señalaba Eco en ese sentido). “Un planeta definitivamente pacificado sería un mundo ajeno a la distinción de amigo y enemigo, y en consecuencia carente de política”.
¿Carente de política si no se definen enemigos? Así lo sería si se sigue con la identidad como programa. “El otro” se presentaría en ese contexto como resistencia. Pero Han entiende que “sería necesario, para liberarse de la rueda de hámster narcisista, que da vueltas sobre sí misma cada vez más rápido, restablecer la relación con el otro más allá del esquema schmittiano del amigo/enemigo, ligado a la violencia de la negatividad. Es, pues, necesaria otra construcción, o más bien una reconstrucción del otro, que no genere un rechazo destructivo inmunológico. Debería ser posible una relación con el otro en la que yo permitiera y afirmara su otredad, su manera de ser. Este sí a su manera de ser se llama amistad”.
Por eso Han trae ahora a colación a Aristóteles, cuando entiende que “una comunidad política surge a partir de un sentimiento de falta y no de una voluntad de poder y dominación. Se decide convivir con otros para superar el sentimiento de falta”. De forma que “la política es mediación. De ahí que Aristóteles otorgue una gran importancia a la amistad”. Y en este punto volvemos al texto de Eco, leído por Javier. Pues apunta los peligros y las falacias de la nueva construcción del enemigo que se está practicando en Europa, donde se quiere ver como amenaza “una fuerza social que cruza nuestras fronteras, y que más bien es ella la que “tiene ya un enemigo cierto que les expulsa de sus ciudades, entre sospechas, suspicacias y desconfianza”.
Precisamente Eco dedica parte de su escrito a recordar cómo se construyó hace décadas la “demonización del pueblo judío” a través de “la injuria al diferente, al extranjero”, designado como peligro de la civilización. O cómo se ofrecieron explicaciones delirantes, por ejemplo, en la entrada “negro” de la Enciclopedia Británica de 1798: «Los vicios más conocidos parecen ser el destino de esta infeliz raza: ocio, traición, venganza, crueldad, robo, mentira, lenguaje obsceno, desenfreno”. Ya, ya. Parece brutalmente ridículo, pero no estaría mal que analizásemos algunos artículos de hoy sobre las migraciones, por ver si en un futuro próximo nos cubriremos de la misma vergüenza.
(Imagen: Quíos).