La ciudad entra por la vista, pero no es indiferente a los demás sentidos. Y su degustación afecta a una alianza entre todos ellos que siempre nos acecha. Hay quien dice que “la vista es un tacto de la mirada” (¿no se palpan las casas de barro al observarlas?). A veces la sonoridad está presente y nos resulta crocante, como las galletas (¿no es crocante andar sobre hojas secas, por ejemplo?). Si saborear es un goce de la mirada (antes del festín está el bodegón), ciertas prácticas del gusto reclaman una sensorialidad total, implicando al espacio en que se desarrollan. Y así se ha dicho de la ceremonia oriental del té que “instala la belleza en el caos de la existencia”.
En efecto, una obra clásica del arte del té en la tradición zen describe el sendero que atraviesa el jardín y lleva a la cámara del té. Y nos dice que esa senda (el roji) es “un recorrido de transición que invita al hombre a despojarse de sus preocupaciones y del tumulto de su existencia” (lo cuenta David Le Breton en El sabor del mundo. Una antropología de los sentidos, a quien sigo profusamente en esta entrada). B. Chatwin rememora por su parte los “itinerarios cantados” (songlines) de algunos lugares australianos, con los que se construye un mapa a la vez geográfico y espiritual. En fin, la sinestesia es la regla, y “las manos quieren ver, como los ojos quieren acariciar” (según dejó escrito Goethe).
Aún es así con lo que no tiene forma definida. Pues lo informe puede hacerse familiar. En sus Cuadernos Leonardo da Vinci advertía que “si miras ciertos muros poblados de manchas y hechos con una mezcla de piedras, y si tienes que inventar algo, podrás ver sobre la pared la similitud de los diversos países, con sus montañas, sus ríos, sus rocas, los árboles, las landas, los grandes valles, las colinas de diversos aspectos”. Si: toda visión es interpretación. Y lo regular puede inundarnos de matices. Proust nos recuerda (en La Prisonniére). que “había días en que el ruido de una campana que daba la hora llevaba en la esfera de su sonoridad una placa tan fresca que era como una traducción para ciegos o, si se quiere, como una traducción musical del encanto de la lluvia o del encanto del sol”.
Para C. Milosz “la felicidad es también el tacto. Thomas pasaba descalzo desde la superficie lisa del piso al frío de las baldosas de piedra del corredor y, frente a la puerta, a la redondez de los guijarros sobre los que se secaba el rocío”. Y para Epicuro todos los sentidos se reducen al tacto, pues toda la percepción se asimila a un contacto. La piel es una metonimia de la persona: uno “salva la piel” o “se pone en la piel del otro”. Y a veces viene bien tomar la temperatura de los acontecimientos. “Si un jorai se pierde en la selva tropical y debe buscar su camino pese a la desaparición del sol, palpa la corteza de los árboles para identificar la cara más cálida, la que fue calentada durante más tiempo por el sol, y de esa manera deduce la ruta a seguir” (Koechlin).
Un libro que hizo fortuna hace algunas décadas (La Dimensión Oculta, de E. T. Hall) nos refiere los comportamientos inducidos por la proximidad de la gente en cada cultura. Por qué, por ejemplo, nos vemos obligados a hablar en el ascensor (del tiempo, lógicamente). Richard Sennett (en Carne y Piedra) se extiende en explicar el proceso por el que intentamos evitar los contactos personales, incluso roces ocasionales, en las calles. “En nuestras sociedades occidentales el contacto con el cuerpo del otro se encuentra estrechamente bajo la égida del desdibujamiento” (Le Breton).
El historiador A. Kutzelnigg contaba 158 palabras en promedio en alemán para designar los olores en los contemporáneos de Durero. Pero hoy solo subsisten 32 de ellas, a menudo únicamente en los dialectos locales. Por otro lado se cuenta de una empresa japonesa que recurría a fragancias con olor a limón para estimular el trabajo al comienzo de la jornada. Vaya. Y sabemos que la apreciación de los olores es un hecho circunstancial: “únicamente el contexto en que aparecen les confiere un valor y un sentido”. La experiencia, en fin, de la ciudad es multisensorial. No es neutra. Y si queremos sentirla más intensamente, deberíamos conocerla también en esas otras dimensiones sensoriales. ¿Estudiamos Valladolid con ese detalle sensorial? ¿A qué sabrá? Según F. Julien, “el sabor nos ata, la insipidez nos desata”. También habló de que “cuando los diversos sabores dejan de oponerse unos a otros y quedan contenidos en la plenitud, aparece lo insípido”, que se abre a la infinita pluralidad que puede acoger la ciudad. Pero antes de que esa plenitud absoluta que ofrecería la armonía completa nos pacifique, estaría bien recorrer en detalle los signos del gusto de vivir, algo menos sosegados pero mucho más vitalistas.
(Imagen: Tea House and Roji at the Adachi Museum of Art.jpg).