Blog de Manuel Saravia

Ruinas en el jardín político

Hacer política es meterse en jardines. Meterse en problemas. Donde no vale el consejo de Franco (ese hombre) a sus ministros (“Haga como yo: no se meta en política”). Salvo que se pretenda una dictadura. Pues la política es el ámbito del debate colectivo para decidir sobre lo público, donde siempre habrá conflicto (es así: donde falte el conflicto sobra la política). De ahí que ese espacio de debate no sea, ni tenga por qué ser, un ámbito placentero de guante blanco. Pero tampoco tendría que ser necesariamente un ring de lucha encarnizada. Y, sin embargo, en los últimos tiempos el espacio del debate político de nuestro país se parece demasiado a un Poison Garden (Northumberland, Inglaterra) de plantas venenosas (“asesinas despiadadas”).

Las radios, las televisiones, las redes y los periódicos están llenos hoy del hartazgo por la proliferación de malas malísimas hierbas que ahogan el crecimiento de las plantas públicas. Porque la política (¿hay que repetirlo?) no se hace en los debates. Sino en las leyes, en las normas, en las obras, en modificar comportamientos, redirigir inversiones. Articular actuaciones propias con las de otras administraciones y agentes. Garantizar derechos, en suma. Y, sin embargo, en el supuesto jardín de lo público, en el espacio fundamental del debate, que es el parlamento (los parlamentos; o, en la administración local, los salones de plenos), las salidas de tono, los exabruptos brutales, no permiten razonar bien.

Vemos cómo en ellos se llena la discusión de afirmaciones y premisas no basadas en datos ciertos (o directamente falsas). Cómo se intenta descomponer la presentación del discurso contrario. Cómo (ya sé que es una broma: pero de mal gusto) se habla en italiano (madre mía, un italiano que no suena, ni de lejos, a Sartori, sino a Musolini). Pero, sobre todo, insultando. Con descalificaciones de todo tipo. Burlas sobre la imagen personal (“ministra comunista” y encima “fea”, dijo, por ejemplo, la ahora mártir Olona). Sobre la vida privada. Acusaciones de delitos (“iniciar un camino para normalizar las prácticas sexuales de adultos con niños”). Burlas gratuitas y estúpidas («Bruja»). Gritos, desplantes, chulería sin fronteras. Odio, mucho odio (el que se tiene, el que se quiere infundir y difundir). “Hace meses que del Parlamento solo emana odio”.

En el libro de Lucia Impelluso, titulado Jardines y laberintos (Electa, 2007), se dedica un bonito capítulo a “El jardín político”. Está muy bien. Y aunque no se teoriza allí sobre lo que podría ser algo digno de esa expresión, jardín político, sino que se limita a describir el jardín de Stowe (Buckinghamshire, Inglaterra), nos puede ser útil. Se trata de un espacio creado en 1720, que se amplió en 1735 por Lord Cobham, encargando el diseño al paisajista William Kent. Y éste dispuso, entre más de 40 templos y monumentos distribuidos por todo el terreno, un par de elementos simbólicos que dejaban claras algunas cosas.

Uno era “el templo de las virtudes británicas”: una exedra adornada con nichos, que alojaba no un busto, sino 16, de hombres célebres (solo hombres): Francis Bacon, John Locke, William Shakespeare, Francis Drake (sí: el mismo), Iñigo Jones, etc. Y un poco más allá se levantó también un “templo de las virtudes modernas”, que se construyó como un edificio ya directamente en ruinas, para aludir así a “la decadencia de las costumbres contemporáneas”. Muy sutil, desde luego. En su interior se conservaba el busto sin cabeza (más sutil, si cabe) de Robert Walpole, que Cobham consideraba la encarnación de la política corrupta. Un mensaje claro: lo moderno es corrupto; lo antiguo, maravilloso. Y estamos en el siglo XVIII. Enhorabuena.

Veamos. Si el jardín ha de contener todo (nada escapa a la política), también estarán allí las pretendidas ruinas de la democracia. Hasta ahí bien. Pero incluso en ese panorama, siempre se ha pensado que, aún siendo ruinas, habría que cuidarlas (Ruskin). Pero allá cada uno. Pues hay quien, al parecer, prefiere que se llenen de ratas y todo tipo de malas hierbas. Insisto: allá ellos. Pero, por favor, lo que no puede ser es que nos dejemos llevar por esa visión del paisaje. Las ruinas abandonadas y la ciénaga donde se asientan están ahí, desde luego. Pero el paisaje que vemos es otro: amplio, verde, luminoso, nutritivo. Por ahí estarán (búsquenlas, si quieren) las ruinas y el barrizal que a algunos parecebn gustar tanto. Los demás, la mayoría, nos quedamos con la vista abierta y fresca de todo el solar.

(Imágenes: la del encabezamiento, un dibujo del templo de las virtudes modernas, procede de architecturaldigest.com/story/. La última, una imagen del parque: Stowe Landscape Gardens Aerial View, en youtube.com/watch?v=xkQFUzKvgV0).


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