La ciudad está hecha de sueños. Y la forma de los sueños es el relato. “El sueño sólo existe para la narración de que es objeto, el relato del sueño” (Marc Augé, La guerra de los sueños, Gedisa, 1998). A través de ellos se reinterpreta el pasado, se imagina el futuro, se cartografía el presente. Necesitamos contarnos historias que den sentido al paisaje y se constituyan en símbolos de reconocimiento. Ahí estará la cultura urbana. Pero también, de alguna forma, estará la política. Hoy oímos continuamente hablar de la necesidad de buenos relatos (de todo, pero especialmente de la situación política). Y sin embargo pocas veces nos detenemos a valorar cómo habrían de ser esos mismos relatos para conseguir contar bien (y por lo tanto dar forma a) esa misma realidad de la que emergen.
Creo que para hablar de los relatos mismos sería bueno recordar una historia que contaba hace tiempo Amador Fernández-Savater (en “Apuntes sobre la necesidad de fabricar mitos”, citando a Azúa, quien necesariamente la tuvo que oír de otros). La cita es algo larga, pero merece la pena. Vamos allá. “En los vagones que les conducían a los campos de concentración se producía entre los condenados un extraño ritual. En la parte superior del vagón había un pequeño orificio y algunos presos aupaban a uno de ellos hasta arriba para que les contase a los demás lo que veía. Los presos necesitaban saber dónde estaban, adónde les conducían, qué tierras cruzaba el tren, qué gentes las habitaban”.
La narración del oteador “les permitía componerse un pequeño mapa y esbozar algún sentido para lo que les pasaba. Desde el orificio se podían incluso hacer señales a la gente que se quedaba mirando el tren al pasar: eso tenía mucha importancia para los que sentían estar viviendo una pesadilla que nadie creería nunca. A veces, un oteador era demasiado `subjetivo´: imponía sus impresiones personales en el relato que daba cuenta de lo que veía. Entonces se le sustituía. En otras ocasiones, algunos oteadores eran demasiado `dispersos´ y el relato no tenía ni orden ni concierto. También los había demasiado `objetivos´, que sólo transmitían información (`veo una estación, una familia, un perro´, etc.). A todos esos se les bajaba y se les sustituía también. Pero algunos oteadores conseguían el milagro de convertirse en los ojos de los demás: entonces los imaginarios individuales rompían su aislamiento y se encontraban con otros imaginarios. El milagro de la creación».
«En los buenos relatos, los presos tenían la certeza de que algo circulaba de los unos a los otros, de los condenados a los libres, del mundo de la muerte al mundo de los vivos. Esa narración no pertenece al narrador, el narrador se borra, cancela su yo, no para dar rienda suelta a un caos de pulsiones o fantasías reprimido hasta ese momento, sino para convertirse en los ojos de una comunidad, no el reflejo de una subjetividad media, sino el lenguaje que expresa las aspiraciones más altas. Entonces, hasta los presos más desesperados que se burlaban de los que aupaban a los compañeros (`qué más da lo que haya fuera, estamos condenados´) prestaban oídos. El cinismo y el miedo desaparecían ante la fuerza del relato, que recordaba que había otro mundo fuera del vagón, que el vagón no era toda la realidad, que fortalecía la esperanza de que el horror tuviera un final».
(Imagen: A typical Dutch landscape in South Holland. Created: 19 April 2014. Creative Commons Attribution 3.0 Unported license. Attribution: L-BBE).