Blog de Manuel Saravia

Pasos en la piedra, aguas de marzo

De forma sintética, veamos algunas de las razones por las que me ha gustado especialmente la lectura del último libro de José Manuel de la Huerga, Pasos en la piedra (Palencia, Menoscuarto, 2016):

– Porque es la historia de una catarsis múltiple, muy bien contada. El relato de un sentimiento final de purificación, de soltar lastre, de abrirse emocionalmente al futuro, que se dio en la Semana Santa de 1977. En la novela se integra ese proceso de liberación que se vivió en el país al legalizarse el PCE con las rupturas que también se dieron en las vidas de buena parte de los personajes. Y cuando se acompasan los relojes personales y el que rige la ciudad, el efecto de aire libre se multiplica.

– Porque tiene un protagonismo coral, muy amable, donde todos los personajes tienen el mismo interés. Todos sin excepción tienen mucho que contar, y se cuenta. Hay dos personas centrales (Germán y Peter), que articulan la historia. Pero las vidas y hechos que se describen (afectuosamente) de muchos otros (Alas, Claudio Pino, Juan, Ashma, Víctor, el escultor, el profesor “Pajarero”, Catalina y varios más) están relatados con el mayor interés. Con lo que se acrecienta la densidad de un relato de múltiples registros.

– Por las historias que tiene dentro de la historia. Algunas podrían considerarse episodios de la trama; pero muchas otras son pequeñas narraciones con entidad propia, ramificaciones que diversifican y enriquecen la crónica general. Si admitiésemos que la mezcla es consustancial a la novela y forma parte de su esencia (para separar ya tenemos la vida pensada), aquí estamos sobrados. Hay mezcla de acontecimientos y lugares, de historias personales y colectivas, de tradición y de cambio, de política y de religión, de apertura y cierre, de logros y fracasos. Procesiones religiosas y “procesiones cívicas” (como se dice, expresivamente). Se recuerda la pasión que se conmemora en la Semana Santa, pero también hay en el libro pasiones y “vía crucis” para todos.

– Porque aporta imágenes atractivas y recupera palabras casi en desuso. Recordemos solo tres imágenes, entre muchas: los “viñedos que bajaban a beber al pie del agua”, “salir volando con alas extendidas u hojas de libro desplegadas”, el cimborrio de la catedral, el día de la nevada, era “una tortuga albina”.

– Porque es un libro de madurez. Sereno, muy trabajado, que sabe mirar atrás y tiene claro hacia dónde se dirige. Sabe escuchar, está muy bien documentado, es comprensivo y empatiza con esa ciudad que protagoniza el relato. Y de ahí esa sensación de solidez que se aprecia en todas sus páginas.

– Porque tiene una estructura potente y clara. Los capítulos se organizan según los días de aquella semana, de miércoles a domingo; y cada uno de ellos conforme al escenario de procesiones y otras piezas del programa de actos, que sirve de sólida armadura para encajar los hechos. Y se acompaña de un par de planos que ayudan igualmente a situar el movimiento y discurrir de la acción.

– Por la geografía imaginaria que construye. No es una ciudad ideal. Tampoco alude a una ciudad concreta (de hecho son varias, como cuenta el propio autor). Pero el caserío en que se desarrolla la historia es enormemente real. Barrio de Piedra es un hallazgo. En torno a la calle de Balborraz (verdadero centro de la novela, que se sube y baja a cada paso) se va describiendo una ciudad rodeada por el gran río que la une (no la separa) con el campo de la otra ribera. El juego entre los sucesos de cada uno de los lados y su mutuo condicionamiento está en el centro de la trama.

Hay una canción de aquellos mismos años (creo que se publicó en 1974), de Antonio Carlos Jobim, que cantaba Elis Regina y que refleja cómo las “aguas de marzo” cierran la estación, arrastran todos los restos inútiles (palos, piedras, barro), y abren “una promesa de vida”. Pues bien: me ha gustado leer estos Pasos en la piedra porque da muy bien cuenta de cómo en 1977 llegó también una buena riada de esas “Aguas de marzo” necesarias siempre, imprescindibles y urgentes en ocasiones, que ya se habían hecho esperar demasiado. Aunque el autor nos habla de la música de Marin Marais (y sus Oficios de tinieblas) o de Lluis Llach (Campanades a Morts), si hubiese que poner banda sonora a este libro, no estaría de más tener en cuenta también esta preciosa canción brasileña, mucho más optimista.


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