Por más que lleve tiempo (años, siglos) sobre la mesa, no cesa el debate sobre la cultura, su sentido y su efectividad, qué es y para qué sirve. Y no deberíamos abandonarlo, si queremos llevar adelante políticas públicas responsables, más allá de la acumulación de prácticas culturales, aunque sean buenas prácticas y bien reconocidas. Seguir debatiendo cómo tratar con la nueva divinidad, la cultura, tal como se constituyó en el pasado siglo.
En ese objetivo sigue siendo de utilidad el ensayo de George Steiner, bastante antiguo (nada menos que de 1971), que se dedica a investigar el sentido general de la cultura en la sociedad, en estos tiempos pesimistas. Se titula En el castillo de Barba Azul, y de él entresaco algunos párrafos.
El primero se refiere a la enorme debilidad, endeblez, de la cultura, tal como la concebimos. No tenemos una respuesta adecuada a la fragilidad de la cultura. “¿Qué cosa buena hizo el elevado humanismo por las masas oprimidas de la comunidad? ¿Qué utilidad tuvo la cultura cuando llegó la barbarie? ¿Qué poema inmortal detuvo alguna vez o mitigó alguna vez el terrorismo político, aunque algunos de ellos lo celebraron?” Y para aquellos que entienden que “un gran poema, un pensamiento filosófico, un teorema son en definitiva el supremo valor: ¿no ayudan acaso a los que arrojan napalm mirando hacia otro lado y adoptando una posición de ‘tristeza objetiva’ o de relativismo histórico?”
En la segunda cita se intenta determinar, aunque sea solo de forma nuclear, qué es lo central en la cultura. Y se contesta así: “Es cierta concepción de las relaciones entre el tiempo y la muerte individual”. Y concretamente, en la cultura clásica, “el impulso de la voluntad que engendra arte y pensamiento desinteresado tiene sus raíces en una aspiración a la trascendencia, en una apuesta a trascender”. Se trata de la obsesión “de perdurar, de sobrepujar a la banal democracia de la muerte. Sin ese ‘duro deseo de durar’ puede haber amor humano y justicia, misericordia y escrúpulos, pero, ¿puede haber una verdadera cultura?”
Más adelante Steiner reconoce que “los criterios de perdurabilidad, de maestría individual contra el tiempo (propio de los artistas) se están alterando”. Que se están produciendo “radicales cambios en los sistemas de valores que relacionan la creación personal con la muerte. Unas mutaciones que han puesto fin a las humanidades clásicas” (recordemos que el ensayo es de 1971). E indica cómo ahora (desde entonces) la cultura confía menos en la palabra: “Las palabras están deterioradas por las falsas esperanzas y mentiras que han proclamado”.
Considera igualmente que estamos asistiendo a una “musicalización de nuestra cultura, el desplazamiento histórico y literario que va del ojo al oído”. Con inesperadas consecuencias: “En la ausencia o en la disminución de la creencia religiosa, que estaba tan estrechamente vinculada con la primacía clásica del lenguaje, la música nos hace concentrarnos en nosotros mismos, recogernos en nosotros mismos. Quizá la música pueda cumplir esa función a causa de su especial relación con la verdad”.
También alude al creciente y decisivo papel que desempeñan las ciencias naturales y las matemáticas, señalando el cada vez mayor influjo de la ingeniería biomecánica, el control electroquímico de la conducta, el procesamiento electrónico de datos y las grandes modificaciones ecológicas del medio. Son “explosivos horizontes” de los que tiene que dar cuenta la cultura. Relacionados con la muerte, pero de una forma nueva. Una cultura apoyada en una ciencia absorbente y omnipresente. Y que nos lleva a una pregunta radicalmente nueva e inquietante. ¿Hasta dónde llevar el conocimiento? ¿No nos pueden llevar los nuevos campos culturales a territorios peligrosísimos? «¿Deberíamos, por ejemplo (los ejemplos pueden multiplicarse), continuar la investigación genética si ésta conduce a verdades sobre diferenciaciones en las especies cuyas consecuencias morales, políticas y psicológicas no seamos capaces de afrontar?»
Pues bien podría ser que las verdades que tenemos por delante «aguarden como emboscadas en el camino de la humanidad». Y él mismo se responde: “No podemos permitirnos el sueño de no saber. Abriremos, así lo espero, la última puerta del castillo de Barba Azul (según la ópera de Bartók), aun cuando nos lleve (y quizá precisamente porque nos lleva) a realidades que están más allá del alcance de la comprensión y el control humanos. Y lo haremos con esa desolada clarividencia, tan maravillosamente expresada en la música de Bartók, porque abrir puertas es el trágico mérito de nuestra identidad».
Ser capaces de encarar posibilidades de autodestrucción y sin embargo encarar el debate con lo desconocido: un buen propósito cultural. «Una apuesta para la que los modelos de hechos y culturas anteriores pueden prestarnos escasa ayuda». Se abriría con ello, según Steiner, «la última puerta del castillo» que nos propone Bartók en su ópera del mismo título. Esa última puerta que abre Judith: la de la noche. Mientras Barba Azul le pone el manto de estrellas y la diadema de la noche. Y así la propia Judith se convertirá en la noche, en el final del día y la muerte de Barba Azul.
Hace tiempo que venimos proponiendo trabajar en paralelo una serie de temas culturales, para que puedan verse simultáneamente desde los perfiles de las artes clásicas y de las ciencias nuevas. Combinando la acción en los dos museos de la ciudad. Pensamos que esta visión de la “poscultura” que defendía Steiner encaja bien con aquel propósito de conocimiento. Que nos lleve, por ejemplo, a estudiar la noche (por ejemplo) en su dimensión científica, pero que nos sirva también para entender la descripción que de esa misma oscuridad nos dejó Lope de Vega en su viejísimo soneto: “Noche, fabricadora de embelecos, / loca, imaginativa, quimerista, / que muestras al que en ti su bien conquista / los montes llanos y los mares secos…” Tal sería, creemos, un buen programa cultural al que atenernos.
(Imagen: El comienzo de la noche. Autora: Luz A. Villa, Medellín, Colombia, 1 de julio de 2007).