Entonces Alicia salta al otro lado del espejo. Supongamos, le dice al pequeño gato, “que hay un camino para atravesar el espejo y pasar a la casa del otro lado”. Y empieza el juego de los “como si”, mediante el cual Alicia inventa un universo más allá de las apariencias, “más hermoso que el cotidiano pero que, no obstante, se le parece” (Sabine Melchior-Bonnet, Historia del espejo). Que tiene un efecto sorprendente. Pues lejos de consolidar nuestra propia identidad al poder ver nuestra imagen desde fuera, parece que se desvanece. Cuando estamos al otro lado del espejo la identidad es una de las cosas más inconsistentes. Nos deja a la intemperie. Y por eso Jean Cocteau, que dijo haber inventado unos guantes capaces de licuar los espejos, los veía como “las puertas a través de las cuales la muerte viene y va”.
A algunos pintores les ha encantado incluir estos objetos tan sugerentes en sus cuadros. Velázquez, Caravaggio, Van Eyck, Vermeer, Hals, Rubens, Tiziano o Picasso jugaron con ellos en sus perspectivas. Pero también los utilizaron (obviamente) quienes se aplicaban a trabajar los selfies de la época, llamados entonces autorretratos. Durero o Rembrandt, por ejemplo, se inflaron a autorretratarse, ayudándose de espejos. Y por entonces se construyó la Galería de los Espejos en Versalles, donde bajo el brillo de las arañas y entre la multiplicidad infinita de reflejos “las sombras apenas podían ocultarse”. (Comenzó la transparencia). Tras ese modelo, llegaron otras muchas galerías de espejos (como la del Teatro Calderón, por supuesto).
Algunos los tomaban antaño como instrumento moral: “Divino espejo, reprensor de los vicios, reformador, único maestro” (Bérenger de la Tour). Otros los consideraban diabólicos: “El espejo, reza un proverbio, es el verdadero culo del diablo”. Y hay quien los ha visto siempre, incluso hoy día, como un artefacto vital: “Si se considera la vida sin un espejo, solo se considera a medias” (David Hockney). No sé. Pienso que no es ni lo uno, ni lo otro, ni lo tercero. Que están muy bien para peinarse (el “dormitorio de los baños” es una invención del XVIII, y allí habría siempre espejos, pues con ellos “se imita una hermosa sala de agua”). Que son muy útiles para los magos (se consigue la invisibilidad). Para los adivinos (Catalina de Médicis veía el futuro del reino en un espejo). Que quizá sirvan para conocerse un poco y para comprenderse (la adolescencia es así). Incluso pueden servir para dar pábulo a lo que se ha llamado el narcisismo colectivo.
Pero sobre todo el espejo es útil como metáfora. Con el juego de los espejos se especula. Un espejo roto nos asegura años de mala suerte. Las visiones que no existen, pero lo parecen, son espejismos. El espejo nos sugiere la contraimagen (las imágenes especulares del día y la noche, por ejemplo). Y sobre todo, nos ofrece esta última metáfora: Mirarse en el espejo para reconocerse en el otro, o en lo otro. Porque (lo dijo Montaigne) “la semejanza no hace tanto lo uno como la diferencia hace lo otro”. ¿Qué tal si intentamos ver nuestra ciudad en el espejo de otras?
(Imagen: Manet, Un bar aux Folies Bergère, 1882).