Hay una instalación en el Museo de Arte Contemporáneo Kiasma de Helsinki extraordinariamente conmovedora. La firma Sasha Huber, una artista finlandesa-antillana que decidió cambiar el nombre de un glaciar suizo. Se le conoce como Agassizhorn, en honor del geólogo Louis Agassiz, por sus trabajos en ese campo del conocimiento. Pero se da la circunstancia de que esta misma persona fue también un belicoso racista, que en 1850 se dedicó a intentar defender la supuesta superioridad de la raza blanca sobre la negra. Y para ello estudió y puso como ejemplo demostrativo las capacidades de una mujer esclava llamada apellidada Renty. Pues bien: en una compleja y completa acción, Sasha Huber preparó una placa, se subió a un helicóptero y ascendió a lo alto de aquel glaciar, donde clavó aquella placa en que se hacía constar que, desde aquel momento el hasta entonces conocido como glaciar Agassizhorn pasaría a denominarse Rentyhorn.
Justicia poética, sin duda. Y todo mi apoyo para quitar cualquier rastro de homenaje a aquel personajillo indigesto. Pero ¿no sería mejor dejar descansar a Renty, y nombrar el glaciar de otra manera: glaciar del cielo, glaciar del suelo, de arriba o de abajo, de la luz o de la sombra, del frío o del calor? ¿Por qué ese empeño en destacar a unas personas de las demás? Si cada uno hace lo que puede, lo que sabe, lo que cree, ¿a qué empeñarnos en que los nombres de unos queden más o menos perennes (aunque luego la calle, el estadio o la estatua acaben siendo una birria: pero esa es otra cuestión), mientras otros, que posiblemente han trabajado más, con más esfuerzo y más sacrificio, o que simplemente han hecho lo que han sabido y podido (la vida es muy difícil, lo sabemos todos), se queden en el olvido? No: mejor ningún nombre en ninguna calle ni institución pública. No hacen falta, y luego pasa como con Louis Agassiz o con Onésimo Redondo.
(Imagen: Sasha Huber en la acción).