El próximo día 1 de noviembre tendrá lugar, como todos los años, la visita institucional a los cementerios municipales. Se hablará, levemente, de la muerte. Todo acaba, es nuestro destino, lo sabemos, los ríos van a dar en la mar, que es el morir. Esas cosas. Pero por muy profundo que sea lo que allí se diga (que está por ver), no serán más que palabras. Poco más que nada. Gestos volanderos cuya capacidad de conmover es más que limitada. Palabras que se lleva (en un soplo) el viento.
Pero prueben a poner música. A poco acertados que estemos (y la apuesta es fácil), los sentimientos explotan y se desbordan. Si quieren llorar, la música les abrirá no ya la puerta, sino las compuertas de los pantanos del alma. A poco acertados que estén en la elección, descargarán las lágrimas a borbotones.
Decía H. A. Murena, en un capítulo del curiosísimo librito La metáfora y lo sagrado, titulado “Ser música”, lo siguiente: “Tenía noción de que la esencia del universo era musical (…). Tampoco ignoramos que el primer contacto de un humano con el mundo es la voz de la madre oída en el vientre y que el oído es el último sentido que el agonizante pierde”. Lo último de la vida, el estertor final: dejar de oír la música del mundo.
Cuando la respiración se hace anhelosa, sibilante, angustiosa; cuando avanza la agonía no buscamos ya palabras: solo aspiramos a la música. Nos agarramos a la música como si fuera el último reducto de la vida. “Pensé alguna vez –sigue Murena- que acaso somos un gran oído, muchas de cuyas partes, por barbarie, dejamos de poder usar”. Oído y música al entrar en la vida, al alcanzar la muerte.
(Imagen: Gustav Mahler – Symphony No.5 Mvt.4, en youtube).
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