Se supone que la vida, y los textos que dan cuenta de ella, son un discurrir más o menos ordenado (o desordenado, pero con su particular desconcierto), donde en ocasiones se abren paréntesis que encierran algún tiempo distinto. Signos que se abren, pero que al cabo finalizan. Porque los paréntesis siempre van por pares, uno abre y otro cierra. Y si después de abierto no le pones término, el corrector te riñe. Actúan como signos delimitadores que aíslan, interrumpen y dejan en suspenso.
Dentro de ellos se guardan, a veces, tiempos festivos (todas las fiestas son paréntesis en la actividad ordinaria; y las vacaciones, por ejemplo, también lo son). Pero igualmente hay paréntesis penosos (una enfermedad, o cualquier tristeza circunstancial, que prevemos pasajera). Afectan a la vida ordinaria (salimos de ellos más descansados, tranquilos o relajados; aunque también podríamos concluir en peores condiciones). Pero, al cabo, volvemos. Y vivimos paréntesis las personas, pero también se observan en la vida de las instituciones, los grupos, las familias. Las ciudades.
Los escritores adoran los paréntesis (de hecho todos los libros se leen, de alguna forma, entre paréntesis). Ahí está Germán Díaz Barrio con su reciente novela titulada “La vida entre paréntesis”. O Mario Benedetti, con su poema del mismo nombre (donde nos cuenta que en ellos “la vida se clausura en vida”). De Bolaño se ha publicado un libro titulado “Entre paréntesis”. Un programa de “Extrarradio” veía la vida de las prisiones con esa misma metáfora: “¿Cómo es la vida en la cárcel, la vida entre paréntesis? Sartre se preguntaba, sin responder: “¿Cuánto tiempo se puede vivir entre paréntesis?” Y Marisa Martínez Pérsico, en su “Apología del paréntesis”, concluía: “Buena parte del sentido de una vida puede estar alojada en los paréntesis y no en mal llamado discurso principal”. El sentido, en los paréntesis. Mejor que fuera.
Ayer se abrió oficialmente un enorme paréntesis en la ciudad y en el país. Quizá de alguna forma también lo estamos viviendo ya en el mundo entero. Que afectará, sin duda, a la vida de las personas. ¿Qué hacer dentro de los paréntesis? Nos importa ahora pensar y decidir cómo “gestionarlo” para conseguir que nos resulte lo mejor posible, o que, como mínimo, sea lo menos negativo posible ese paréntesis. Porque no se sabe bien lo que durará, pero se tiene la convicción de que, antes o después, se cerrará.
Dentro de él, todo está paralizado. Se asemeja a una distopía muchas veces imaginada pero que nunca pensamos que podríamos llegar a ver. Y sin embargo… ahí está. Es necesario, en defensa propia, organizar las cosas con la mayor claridad posible. El sentido de la paralización y la reclusión es el que es; y no podemos permitirnos quebrarlo. Pero en esa clausura tiene que haber algunas cosas claras. No podemos dar ni un paso atrás en la atención social. Pero a la vez conviene aprovechar la ocasión para reconsiderar el trabajo mismo de las administraciones. Plantear la formación y el teletrabajo. Lo que exige, aparte de los ajustes necesarios en la tecnología de comunicación, más organización. Y buena disposición para asumirlo.
Los paréntesis pueden ser un refugio. Pero también una marmita en la que se maceran nuevas pócimas, nuevos productos. Una proyección hacia adelante. Porque, ¿no hemos visto que el paréntesis derecho, el que cierra, es un arco que apunta hacia adelante? Y al salir del paréntesis se libera toda la energía potencial que se ha venido encerrando dentro, en el tiempo de incubación, y que a la postre se transforma en la velocidad de la flecha que impulsa. O, digámoslo más sencillamente, en una sonrisa :).
(Imagen: Antonio Rebollo tensando el arco. Procedente de elnortedecastilla.es).