Blog de Manuel Saravia

Lo que se debe recordar

El Prado es un jardín. Qué buenísima idea la de Eduardo Barba. Ha escrito un libro, El jardín del Prado (Espasa, 2020), en el que se dedica a rastrear, reconocer y comentar las plantas y flores (sobre todo flores) que aparecen en los cuadros del Museo del Prado. La higuera de Fra Angélico, la trinitaria de la Ofrenda a Venus de Tiziano (entre cupidos que se roban besos por la espalda), el clavel del columpio de Goya, los pinos piñoneros de Botticelli, el laurel de Poussin (en El Parnaso), el jacinto que pintó Maella, el limonero de Sánchez Cotán (con su flor, el azahar, que parece perfumada), el romero del bodegón de Clara Peeters, la comestible flor de la borraja que nos dejó El Bosco en su Jardín de las Delicias (cuidado: capaz de alegrar a hombres y mujeres y alejar toda tristeza, decían). La correhuela, la margarita bastarda y la amapola que crecen al pie de los trigales que se ven arriba, a la derecha del Descanso en la huida a Egipto de Patinir (unas pequeñas manchas azules, blancas y rojas: hay que fijarse muchísimo). Una buenísima idea, repito. Qué bonito.

Pero el museo también es una plaza. Porque si el Prado nos puede parecer un jardín botánico, lo mismo se podría considerar una bulliciosa plaza pública. De hecho, el arquitecto Paolo Portoghesi tomó del sociólogo Alberto Abruzzese la definición de la plaza como “espacio de las miradas, donde se detiene la presencia de los otros en nuestra memoria”. Y así podríamos hacer un recorrido similar al de Barba, con la colección de ojos y miradas que podemos encontrar también en los museos. Me permito mezclar varios. Y así podemos ver la triste mirada de Betsabé, que exponía el drama de Rembrandt y Hendrickje. O el retrato que le hizo Constable a Maria Bicknell. La arrebatadora joven de la perla de Vermeer. Los cautivadores ojos de la poetisa de Pompeya, mientras acerca el cálamo a los labios. La mirada perfecta de Jacqueline Roque (más de 70 retratos de Picasso: “no se puede hacer sombra al sol”). La mirada ansiosa de Inocencio X (“demasiado veraz”). Y la melancólica del niño con chaleco rojo, que pintó Cezanne sin verlo bien (“el mundo con gafas es demasiado aburrido”). La mirada penetrante de la soledad de Frida Kahlo en su autorretrato con pelo corto («Pinto autorretratos porque a menudo estoy sola»). La paz interior de los ojos blancos de esa niña vestida de azul que nos dejó Modigliani. O los ojos de Granet, retratados por Ingres, de los que brota la vida “como un arroyo”.

Ahí está el museo. Con sus flores y sus miradas recogidas en los cuadros de las paredes. Destinadas a la memoria. Ese clavel de un día. Esa mirada capturada de un instante. Porque es curiosa la memoria. Como decía Berger, “entraña un acto de redención”. Lo que se recuerda “ha sido salvado de la nada. Lo que se olvida ha quedado abandonado”. De forma que podría afirmarse que la distinción entre recordar y olvidar es siempre un juicio. “Con una interpretación de la justicia según la cual la aprobación se aproxima a ser recordado, y el castigo a ser olvidado”. Y así, poco a poco, día a día, cada uno construimos nuestro propio museo (nuestro jardín, nuestra plaza), con las imágenes que hemos salvado, que queremos salvar, que debemos salvar, del olvido. La gran belleza. El álbum propio.

(Imagen del encabezamiento: Fragmento del retrato de François-Marius Granet, pintado por Ingres en 1807. Procedente de expansion.com, “Atrévanse a mirar a Ingres a los ojos”, de Víctor Rodríguez).


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