La adecuación de la ciudad a la vida de los ancianos debería ser uno de los principales (si no el que más) problemas urbanísticos. Se trata de una cuestión auténticamente seria. ¿Para qué la ciudad, si no contribuye a evitar “que la vida se prolongue miserablemente, que la vida no se convierta en agonía sin decoro”? Trágica es la vejez, “pues trágica es, desde luego, asímismo la vida, sin que de ello se infiera que la vida es forzosamente miserable” (Víctor Gómez Pin, La dignidad, Barcelona, Paidos, 1995).
No hay excusa para dejar de reclamar al diseño urbano lugares en los que las personas mayores se mezclen, bien mezcladas, con los demás y los tengan cerca y a la mano. Diseñar lugares, rincones dispersos, plazoletas, estancias, donde la figura del otro sea espejo de plenitud. “Esa plenitud a la vez dolorosa (puesto que tan propia como perdida) y exaltante (puesto que rasgo de la humanidad de la que uno protagoniza el necesario crepúsculo) que, en una casa propiamente humana, representarían las generaciones posteriores”. Ahí está: hacer de la ciudad una casa “propiamente humana”.
No está de más, creo, recordar ahora a uno de los grandes solitarios. Escribió Robinsón: “La soledad es un vino fuerte. Insoportable para el niño, embriaga con una alegría ácida al hombre que ha sabido dominar, cuando se entrega a ella, los latidos de su traicionero corazón”. Gusta la soledad cuando emborracha. Pero también este especialista del silencio se complacía después, al ver llegar a Viernes a su isla, releyendo una y otra vez a Salomón: “Más vale vivir con otro que solitario”. Vivir con otras, con otros, he ahí (vaya puerilidad) la ciudad. Y sin embargo, renegando de ese sentido tan elemental: cuántos náufragos abandona en soledad también la ciudad. (Citas de Michel Tournier, Viernes o los limbos del Pacífico, Barcelona, Alfaguara, 1985; or. de 1967).
En las personas mayores, cuando todo se va haciendo cada día más ajeno (Gabriela Polit, en un precioso artículo titulado “La fruta no sabe igual. Ancianos hispanos en Nueva York”, alude a esa misma cuestión de forma exquisita), la soledad puede llegar a ser la puntilla. Como decíamos, el ser humano tiende siempre al encuentro, porque “la soledad nos deshace” (Octavio Paz). Pero es que además nos hiela. Nos deja sin calor. Es cierto. Algunos psicólogos han demostrado que el estado de ánimo afecta a la percepción de la temperatura. Literalmente, la soledad produce frío. De manera que habrá que promover aquel encuentro que decíamos más arriba, aunque solo fuera por hacer de la ciudad un espacio cálido.
(Imagen: procede de https://www.cuatro.com/cuatroaldia/sociedad/ancianos-soledad-necesitan-compania_18_2830545088.html).