Hace casi 50 años se publicó un libro de Manuel Castells (sí, el ministro, también catedrático de Planeamiento Urbano de Berkeley durante muchísimos años) que tuvo un inmenso impacto internacional. Se titulaba La cuestión urbana (Siglo XXI, 1974; or. francés de 1972). Se centraba en la elaboración de un instrumental teórico que permitiese analizar “las nuevas contradicciones sociales denominadas urbanas” en el proceso de urbanización, en la construcción de la ideología urbana, en la definición de la idea de estructura urbana, en la práctica de la planificación urbanística, y sobre todo en el empuje de los movimientos sociales urbanos, de los que se esperaban grandes cambios en la ciudad. Era un trabajo casi perfecto. Verdaderamente impactante. Por supuesto, más adelante el mismo Castells evolucionó mucho. Aunque su influencia no solo no se redujo, sino que se acrecentó. Y se ha mantenido por décadas.
Recientemente Andy Merrifield, un profesor inglés de geografía, natural de Liverpool y discípulo de David Harvey, ha querido enmendar la plana al autor albaceteño (“la respuesta de Castells fue brillante y errónea”). En La nueva cuestión urbana (Pamplona, 2019; or. de Londres, 2014) reprocha que “Castells cambió su alma política y su táctica analítica”. Y que acabase “capitulando ante liberales rabiosos”. Vaya. Pero lo cierto es que en “la nueva cuestión” no se ofrece instrumento alguno, más que “identificar y educar (sic) a un nuevo tipo de disidentes progresistas (…) para protestar, para rebelarse contra las estructuras del poder parasitario neoliberal”. Un poco poco, en mi criterio.
Sin embargo, hay momentos en el libro de Merrifield extraordinariamente interesantes. Por ejemplo, el capítulo que se titula “Toda revolución tiene su ágora”. Nos cuenta, en una amplia exposición, que “el ágora ciudadana es algo más que los espacios públicos de la ciudad”. Porque debemos buscar “un ámbito público de la cité que de alguna manera le hable a la gente, exprese la voluntad general”. O cuando nos cuenta que Debord “odiaba a Le Corbusier y todo lo que éste representaba” (yo creo que Debord odiaba demasiado. Al hablar de los años 70 decía: “la repugnante década de los 70”. Qué burro). También coge altura al hablar del “modo parasitario de urbanización”. Aunque al comentar que “nunca me ha atraído mucho el debate sobre los derechos” resbala estrepitosamente.
Pero lo mejor, a mi gusto, está cuando relata (cap. 9) el durísimo enfrentamiento que se produjo en el Ayuntamiento de Detroit, en la década de los 80, ante la propuesta municipal de reducir impuestos (y “regalar tierras”) con la única condición “de que los inversores se quedaran algún tiempo”. Ken Cockrel, abogado y miembro de la Liga de Trabajadores Negros Revolucionarios, presionó a favor de un quid pro quo, afirmando que el acuerdo debería incluir la garantía de un determinado número de puestos de trabajo durante cierto número de años. No lo consiguió. Y votó “no”. Merrifield lo cuenta así: “El único no, el único hermano con alma”. Es muy interesante todo el capítulo en que se expone “el campo de batalla”. Donde el juez Justin Ravitz, que había sido elegido por diez años como juez del “Recorder´s Court”, llegó a decir con absoluta claridad: “Neutrality isn´t cool”. Pues eso.
(Imagen: Uno de los 27 frescos de Diego Rivera, Murales de la Industria, del Instituto de Arte de Detroit, sobre los que se debate en la p. 171 del libro de Merrifield, en el debate cit. Procede de escuela9de3biblioteca.blogspot.com/2017/04/?m=0).