Nos recuerda George Steiner, en Un largo sábado (Siruela, 2016), una anécdota muy curiosa. Al parecer, cuando el joven Proust estaba traduciendo, voluntarioso, la Bible of Amiens de John Ruskin del inglés al francés (siete años de traducción), le suponía un gran esfuerzo, dado que su inglés era muy deficiente. Pero tenía una ayuda. Cada noche, “su madre hace un primer borrador -su inglés era excelente- y se lo mete por debajo de la puerta. ¿Y qué nos dice el joven Marcel? ‘El inglés es mi lengua materna”. Qué bonito.
Lo cual le permite a Steiner, políglota de cuatro idiomas, reiterar “una lección muy importante: yo no creo en las lenguas maternas”. En ocasiones (demasiadas) se dice que una lengua materna es básica para cada persona. Pero Steiner se emplea a fondo en rechazar esa idea. Poniendo muchos ejemplos. Y así, nos dice, en Suecia y en Finlandia se hablan desde el nacimiento dos lenguas distintas y difíciles. En Malasia, tres (“los niños crecen hablando tres lenguas”). En Friuli, otras tres lenguas (romanche, italiano y austro-alemán). Y así muchísimos más casos.
No solo al nacer, sino también al relacionarse. Entre la burguesía de Viena -recuerda- era habitual hablar francés. Nabokov dominaba el inglés antes que el ruso. Oscar Wilde escribió varias obras maestras en francés y Conrad dejó el polaco por el inglés… Pueden citarse mil ejemplos en esa misma línea. Y concluye: “Lejos de ser una maldición, la polifonía y el multilingüismo son una suerte extraordinaria. Cada lengua abre una ventana a un nuevo mundo”. Y, la verdad, no es fácil llevarle la contraria.
(Imagen: Jeanne Weil, madre de Marcel Proust, en cultura.e-noticies.es).