El campo está lleno de casas. Edificios de vivienda. Más o menos de vivienda. En ocasiones son construcciones donde se encuentra la familia los fines de semana, o en verano, para verse, hablar, comer, jugar. Para estar cerca. Para convivir. Son construcciones modestas, pero de muchísima relevancia para quien las usa. En ellas se concentran esperanzas, dolores, miedos, sueños. Familia. Amigos. Vida. ¿Qué voy a contar que no sepáis?
Muchas veces son ilegales. Directamente ilegales. Alguien parceló y vendió en trozos una finca para construir, aun sabiendo que no se podía hacer. Sin servicios, casi sin acceso, siendo conscientes, insisto, de que no se podría escriturar después. De que podrían demolerla. Pero se hizo. Y se dejó hacer. Y allí se vivieron las familias, o los amigos, en las tardes de domingo, en muchos días de verano. Los niños. Se plantó algún árbol, se mejoró la casa, se cuidó, se depositaron esperanzas. Se pasaron buenos días y también buenas noches.
Quizá (sucede tantas veces) el desarrollo urbano lleva a ocupar esa parcela. No hace falta pensar mal. No hay que decir que ha sido la especulación. Puede que sí, pero quizá no. Puede que se trate de instalar una nueva fábrica, por ejemplo. Algo que en general todos vemos bien. Pero lo cierto es que con ese proyecto la casa debe desaparecer. No parece lógico condicionar una nueva implantación industrial a las ocupaciones dispersas que se hayan podido construir. Es posible que no haya otro sitio donde ubicarla.
¿Y entonces? La ley de expropiación contempla, desde hace décadas, el denominado “premio de afección”: una compensación sobre su valor real (en torno al 5%), que pretende compensar el dolor (llamémosle dolor) por tener que desprenderse de algo que, más allá de su valor económico, se lleva también recuerdos, sentimientos, algo del pasado, de la niñez y la inocencia. Pero que, se dice, quizá no debería aplicarse cuando las construcciones son ilegales.
Y desde aquí hay que señalar que no puede dejar de valorarse lo que significan estas construcciones. Cuya demolición no se paga con dinero. Me refiero a la afección, sí. Ni el 5 ni el 100%. Porque, aunque solo sea por empatía, por intentar entender los sentimientos que contiene esa casa, la administración también podría contemplar lo que se lleva por delante. Probablemente por una buena causa, pero sin arrasar. (Algo que, por cierto, ya se hace en lo que gestiona el Ayuntamiento).
Paco Roca ha publicado un libro extraordinario, titulado La casa (Astiberri Ed., 2015: gracias, Cristina) en el que se cuenta la historia y el sueño de quien deseaba “una casa donde poder reunirse y disfrutar de la familia”. Que remató, para las cenas al aire libre, con una pérgola hecha “con tubos de PVC rellenos de cemento, con somieres viejos”. Pocos libros dan cuenta mejor que éste del significado (profundo, vital) de la casa.
He querido revisar el inmenso volumen de Daniel Torres que lleva el mismo título, La casa (Norma Ed., 2015). Y que se subtitula “Crónica de una conquista”. Como el anterior: todo cómic. Que consiste en una colección de historias sobre la vivienda desde “la primera aldea” (en el libro: 1200 años a.d.C., aunque las hay más viejas) hasta “la casa que viene”, en el cap. 26. Con 600 páginas de dibujos sobre la evolución de la vivienda. Podríamos decir: de la evolución del hogar. Que nos permite entender mejor, en su historia larga, todas las casas del mundo.
Pero retengamos lo que nos llama ahora: la vida en torno a una casa familiar. Con sus idas y venidas. Una realidad cotidiana y emocionante. (Agradezco a Cristina que me haya hecho llegar este precioso libro. Y a Noemí su historia personal).
(Imagen: las dos portadas de La casa).
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