Los museos se concibieron poblados de sémiophores, objetos portadores de significados cuya función era la de crear una relación trascendente entre el mundo que los rodea y otro superior, objetos que sirven para hablar de lo invisible (espiritualidad, poder, gloria) a través de lo visible. Pero en la actualidad “el mundo ya no se contempla a través del museo: el mundo es el museo. Y viceversa: el museo es el mundo. Todas las calles, plazas y lugares públicos, y todos los espacios privados son potenciales museos” (M. Dolores Jiménez-Blanco, Una historia del museo en nueve conceptos, Cátedra, 2014). El debate sobre la “ciudad museo”, concebida como un espacio en el que habitan objetos extraordinariamente singulares, deja así de tener sentido.
Y sin embargo, cualquier ciudad puede ser también un museo, en el sentido clásico. Colmada de piezas extraordinarias. Por eso me gusta recordar, porque viene al caso, el Museo de Artesanías Populares de Japón (creado por Soetsu Yanagi en 1924 en Seúl). El propio Yanagi escribía en 1926 sobre la belleza de los objetos cotidianos (La belleza del objeto cotidiano, G. Gili, 2020), confirmándonos que “no hay nada inusual ni exclusivo en ellos. Son la clase de cosas con las que la gente común está completamente familiarizada”. De las que no se considera que posean “cualidades redentoras”. Estamos, quizá, desentendidos de su valor, lo mismo que también “suele decirse que quien vive cerca de un jardín florido termina por insensibilizarse a su fragancia”. Pero redimen.
Nuestra ciudad, repito, como todas las ciudades, puede verse como un museo. Y ver que en ella, “desde los rincones más polvorientos y olvidados de nuestra vida se está desplegando un nuevo mundo de belleza” (cita de Yanagi, claro). Hace algunos años propusimos la creación de una serie de itinerarios culturales que permitiesen reconocer y valorar cientos de edificios cotidianos (y los espacios urbanos donde se asientan), en los que también hay, casi siempre, un notable esfuerzo de diseño. De significados. Y de belleza cotidiana. Habría que retomar ese proyecto.
Mañana es el Día Mundial de la Arquitectura, y en Valladolid se celebra con (entre otras cosas) la colocación de una “placa Docomomo” en el edificio de oficinas de Hipesa, actualmente sede de dos concejalías municipales, conocido como Casa del Barco (uno de los tres espacios de la ciudad que responde a ese nombre, por cierto: qué ganas de mar). Un edificio magnífico, proyectado en 1935 por el inusual arquitecto Constantino Candeira. Una pieza sorprendente, excepcional en el paisaje vallisoletano, que contribuye a dar vida a ese museo urbano que en nuestra ciudad se constituye. Lleno de objetos arquitectónicos cotidianos que también son, nadie lo dude, portadores de significados poderosos. Humildes, pero “permeados de belleza”, y que nos dejan esta duda que ya exponía Yanagi para todos ellos: “¿Quién puede asegurar que no tengan también un alma?”.
(Imagen: Casa del Barco, procedente de tribunavalladolid.com).
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