La idea de escribir en las paredes, o incluso en el suelo de la calle es, si me apuran, más antigua que la ciudad misma. Lo habitual es que se haga al margen de cualquier orden urbanístico o paisajístico. Pero en ocasiones se incorporan desde las instituciones algunos textos a las edificaciones o espacios urbanos con el propósito de acentuar alguna de sus características o, con frecuencia, enunciar principios o valores. En Madrid, por ejemplo, se ha cubierto la calle Huertas con frases de escritores célebres.
Pero normalmente esas sentencias o poemas (de todo tipo) van por libre. Hace un par de años en 22 lugares del centro (seguimos en Madrid) los componentes de Boa Mistura escribieron frases como ésta: “Mi más sentido bésame” (eso sí: 6000 euros de multa). Desde años antes el movimiento Acción Poética también venía escribiendo “micropoesía” en las calles (suelos, paredes y techos), pero dentro de unas curiosas reglas: frases optimistas, no políticas, letras negras sobre fondo blanco, con permiso de los propietarios y no más de ocho palabras en cada caso (“Yo tampoco sé cómo vivir… estoy improvisando”).
Probablemente fueron los romanos quienes inventaron el graffiti. Pompeya es una mina. Por ejemplo: “Que intente encadenar a los vientos e impida brotar a los manantiales el que pretenda separar a los enamorados”. Hala. Y también inventaron los romanos el arte topiaria. Esa práctica de la jardinería que permite recortar con precisión cualquier dibujo o forma con las tijeras de podar (sí, sí: como si viniera Eduardo Manostijeras). Un arte que normalmente lleva a esculpir cosas no muy agraciadas (o directamente terribles, feísimas), pero que en ocasiones da juego. Es complicado, desde luego, pues requiere atenciones durante algunos años para dirigir el crecimiento de las plantas. A veces se forman palabras o frases con las plantas, y de alguna manera converge ahí con los graffiti.
Altos o bajos, de ciprés, boj o madreselva, con el arte topiaria se recortaban también los laberintos en los jardines. Ese juguete (“perdederos”) que tanto gustaba a la aristocracia neoclásica, pero que es de origen antiquísimo. Desde luego en Italia hubo laberintos al menos desde el siglo VII a.C. Con frecuencia se dispone un sitio junto a ellos (normalmente una terraza o mirador) desde el que contemplar el conjunto del lugar. Y lo bueno de los miradores y las terrazas altas, ya lo sabemos, es que también, aunque no quieran, nos ofrecen lejanías.
Pues bien. Quizá podría impulsarse una instalación en Parquesol que hiciese honor a los graffiti, al arte topiaria, a la lejanía y a los romanos. ¿Con quién? Pues con el gordito. Con el bueno de Quintus Horatius Flaccus (insisto: no era flaco). Se trataría de escribir una de sus frases, y hacerlo de manera que fuese legible desde algunos de los puntos más altos del cerro. Serían doce palabras formadas con seto prieto de laurel cerezo (por ejemplo), caligrafiadas con arte topiaria. Trabajando el texto con cuidado, escribiéndolo bien pulido con las tijeras de poda para que se leyese desde arriba, desde algunos puntos que permitiesen ver también, a la vez y un poco más allá, el río. Y más atrás, al fondo, la lejanía. Esa es la idea.
Una frase de cierto tamaño, con letras suficientemente grandes. Insertándose en el paisaje. Una frase que sería algo así como una despedida de la ciudad hacia el río. Que se aprovecharía de la emoción que siempre suscita el horizonte. Que nos intrigaría con la promesa del viaje (ese “nos espera” es buenísimo: luego lo veremos). Y que organizaría un parque lineal a lo largo de la frase misma, con lo que se obtendrían además otras ventajas. Por ejemplo, puntuar cada lugar con cada una de las palabras. Marcar un principio y un final. Invitar a un recorrido. Y nos traería de nuevo viejas palabras (cuatro) y viejos sueños (al menos cuatro, uno por palabra). Y recordaríamos al bueno de Horacio, que tampoco está mal.
Pero digámoslo ya: ¿cuál es la frase que proponemos? Pues esta maravilla (Épodo XVI): “Y más allá, volad. Nos espera el océano en torno al mundo”. Nos imaginamos leyéndola, recortada en el seto de laurel verde, ahí abajo. Con el Pisuerga en marcha hacia Oporto, un poco más allá. Y el cielo de poniente al fondo y aún más lejos, donde el sol cae más tarde y la luz dura un poco más. ¿No estaría bien?