Somos hijos de nuestra generación. O quizá nietos. O es posible que seamos cuñados de nuestra generación. Pero con toda seguridad somos de la familia. Lo cual tiene sus ventajas (hola, cuñados), pero también sus inconvenientes. Por ejemplo, el eterno retorno: ¿hay algún lugar en el mundo donde las cosas vuelvan una y otra vez al punto de partida con tanta insistencia como en la familia? En efecto, con cada generación, vuelta a empezar. Homero dijo que “una generación de hombres pasa tan rápido como una generación de hojas”; y creo que se equivocaba: pasa mucho más deprisa. Suelen tomarse como entorno o ámbito de una generación los 15 a 20 años. Se ha segmentado la vida humana en tres, cuatro, cinco, siete y aun en diez edades. Shakespeare era partidario de la división septenaria. Pero ni siete ni diez: la sensación de velocidad del tránsito de generaciones es mucho mayor.
De tal manera que se nos acumulan a montones, unas encima de otras (¿como unas capas de hojas sobre las precedentes?: hola, Homero). En estos momentos, si no me equivoco, tenemos sobre la mesa la generación de los abuelos (de los abuelos “de los de mi época”, que aunque es cierto que quedan muy pocos muy pocos, haberlos haylos), la de nuestros padres, la de quienes nos encontramos en la flor de la edad, la de los jóvenes de 40 años (de nada), la de los más jóvenes, la de los niños y niñas. Pero también: la generación X, la generación Y, la generación perdida, la generación hallada. La generación de quienes nacieron siendo ya alcalde León de la Riva. En fin: será por generaciones.
Lo propio de una generación son las experiencias vitales que te marcan en un momento determinado de tu vida. El hecho de haber vivido unos acontecimientos sociales muy singulares en un periodo vital concreto marca a sus componentes. Por eso suele ser habitual tratar el tema de las generaciones referirse a la conocidísima del 98, que formuló el vallisoletano Julián Marías a partir de las primeras observaciones de Ortega y Gasset. Este último tituló la lección inaugural del curso 1921-1922 del Instituto de Humanidades “La idea de las generaciones”. Estaba convencido de que tenemos siempre que “hacer una interpretación de la circunstancia” en que nos encontramos. Y que para conseguir una mínima estabilidad “definimos el horizonte dentro del cual tenemos que vivir”. Y en él “todo cambio del mundo, del horizonte, trae consigo un cambio en la estructura del drama vital”.
Pues bien. Es frecuente oír que hay que gobernar para todos (y todas). Que el alcalde (o la alcaldesa) ha de serlo de toda la población, sin escatimar en esa apertura ni opciones políticas ni barrios o lugares de la ciudad. Sin dejar fuera distintas opciones culturales, sociales, ideológicas o sentimentales de cualquier tipo. Pero hacer un esfuerzo por entender al conjunto de la población, sin dejar fuera a nadie, exige abrir la mente a las distintas edades, sin duda. Pero no solo por sus diferentes condiciones físicas o psicológicas, sino sobre todo ser receptivo a lo que esas edades muchas veces significan. Que son esos horizontes vitales distintos en cada caso, porque han vivido hasta ahora la vida propia y la vida de la ciudad desde distintas atalayas, desde diferentes ángulos. Porque, en fin, forman parte también distintas generaciones.