Lo más valorado de la película de Agnès Varda Los espigadores y la espigadora es la multiplicidad de lecturas que sugiere y permite. Bien está. Ella misma se ve como recolectora de imágenes. También espigan, según dice, por ejemplo, los artistas que incorporan materiales reciclados en su trabajo. Y en esa misma lógica este diccionario sería algo así como un espigueo de palabras. Está bien, ya digo. Pero me quedo con la imagen genuina, original, del término. La de las personas que recogen las espigas sueltas que han quedado en el campo después de la cosecha. Me quedo con las colectoras que recorrían los campos para alimentarse con lo que otros, que pasaron antes, desdeñaron. Y con quienes hoy espiguean la comida en los contenedores de la ciudad, a los que también se refiere la película.
Porque en cada uno de esos contenedores se muestra la paradoja suprema de la cultura de los residuos. Primero, el espectro de lo desechable, lo innecesario, lo redundante, trivial, sobrante, nimio. El desperdicio. Después, la condición de lo superfluo aplicado también a las personas (Z. Bauman, Vidas desperdiciadas): “Ser superfluo significa ser supernumerario, innecesario, carente de uso (…). Los otros no te necesitan; pueden arreglárselas igual de bien, si no mejor, sin ti. No existe razón palmaria para tu presencia ni obvia justificación para tu reivindicación del derecho de seguir ahí. Que te declaren superfluo significa haber sido desechado por ser desechable, cual botella de plástico vacía y no retornable o jeringuilla usada; una mercancía poco atractiva sin compradores o un producto inferior o manchado, carente de utilidad, retirado de la cadena de montaje por los inspectores de calidad”.
Los espigadores y las espigadoras han sido imagen del campo (ahí está el cuadro de Millet, que también recuerda Varda). Hoy, la redundancia del espigueo parece una nueva condición urbana.
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