A ver quién puede resistirse a estos versos: “Árbol, siempre en medio / de todo lo que te rodea, / árbol que saborea / la bóveda entera del cielo”. Qué imagen tan concluyente. Por de pronto, el árbol, cualquier árbol, según este diagnóstico se encuentra siempre en medio, porque él mismo es el medio, es el centro y todo gira a su alrededor. Como el ojo de un torbellino. Eso está bien, para empezar.
Pero es que lo que llega después en los versos de Rilke es aún más emocionante: saborea el cielo todo, de lado a lado. Relamiendo el cielo de norte a sur y de arriba abajo. Cuanto pueda alcanzar la vista lo paladea, supongo que con sus hojas desplegadas. Bachelard lo cita (también gustoso) porque entiende que efectivamente “el mundo es redondo en torno al ser redondo” que es el árbol, cada árbol. O sea: los árboles, aunque fueran cipreses puntiagudos, son redondos. Metafísicamente redondos.
La imagen, repito, está muy bien. Pero todo el mundo sabe (no se enfaden) que los poemas solo son completamente buenos cuando resultan útiles. Veamos, por tanto, qué podríamos hacer con el árbol redondo de Rilke que acabamos de encontrar. Se me ocurren tres posibles utilidades.
La primera, emplearlo para fijar el cielo, para clavarlo, y evitar así desbordamientos. Siempre se han plantado árboles para contener las tierras y evitar corrimientos. Pues utilicémoslos también ahora para evitar posibles deslizamientos del cielo. De tal modo que las alboradas vayan siempre de la mano de las arboledas (como quizá dijera Emilio Adolfo Westphalen).
La segunda, obviamente, para marcar los centros. De los espacios, de los patios, de las plazas, de la ciudad misma… y (por qué no) del mundo entero. El centro del mundo ha de ser un árbol. Es fácil: basta con que esté plantado y lo queramos ver como tal.
Y la tercera, para cabalgar entre dos o más espacios contrapuestos. Como si fuese una puerta o una escalera. Una forma de verlo de la que existen precedentes. Si en la Biblia se habla de un árbol prohibido, el del conocimiento del bien y del mal; en la mitología vikinga encontramos un árbol accesible, un enorme fresno, el Yggdrasil, cuyas raíces y ramas sostienen la tierra, el cielo y el infierno juntos; y que al parecer los dioses lo transitaban para circular entre aquellos mundos constitutivos. Del cielo al infierno a través del árbol/ascensor/tobogán.
Les propongo un juego. Pongamos que Rilke nos recomienda plantar un árbol en un rincón de la Plaza Mayor. Que rompa la rigidez del paisaje de aristas que lo rodea y filtre la luz del amanecer. Que se constituya como centro (de la ciudad, del mundo). Y que se pueda trepar, para saborear el cielo más de cerca. ¿Nos gusta?
(Imagen: Folhas e tronco de um Castanheiro-da-Índia. Jardim da Estrela, Lisboa; mayo 2007; autor: Alvesgaspar. Procedente de Wikipedia).
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