No: no pretendo hablar aquí de si los políticos y las políticas tienen mucho ego o no tanto. Pues todo el mundo da por hecho que muchísimo, con carácter general. Ya está. Asunto zanjado. A lo que me refiero es al posible paralelismo que se pueda hacer desde la actividad política con lo que Enzo Traverso (en Pasados singulares, Alianza ed., 2022) denomina “ego-historia”, según la cual algunos historiadores se han ido mostrando, cada vez más en los últimos años, “dispuestos a confesar el vínculo estrecho, íntimo y completamente personal que mantienen con su trabajo” (obligadamente objetivo), convirtiendo su propia experiencia en “instrumento y palanca de comprensión” de los hechos y del momento histórico que investigan.
Lo cierto es que en otros campos no se ven ni esas dudas ni tampoco esa evolución. En muchos trabajos de creación el asunto está muy claro: un artista tiene que estar implicado al 100%. Se comentaba que una pintora “se imaginaba que estaba pintando sobre su propia piel”. Y de otro “se diría que sus cuadros son imágenes pintadas en las paredes de su mente”. Vale. Por otro lado, un escritor narra, en ocasiones, historias vividas, pero también otras completamente inventadas. Un buen arquitecto es capaz de diseñar tipos de edificios totalmente desconocidos para él, nunca vividos personalmente. Y los científicos: por lo general, desapego, distancia. Pero un político… ¿puede despegarse de su propia historia personal?
Hay situaciones en las que se da por supuesta la necesaria conexión. Dando por hecho, por ejemplo, que los problemas de las mujeres debe ser discutidos por mujeres (“nadie más que nosotras vivimos y sentimos la opresión, la dominación y la explotación de un sistema íntegramente patriarcal”). Con frecuencia también hemos escuchado el eslogan de que “lo personal es político”. Y aunque las historias personales no tienen por qué llevar necesariamente a la mejor defensa política de las expectativas generales de la población o de determinados grupos oprimidos, lo cierto es que ayudan.
Por citar un caso, es conocido el de Alexandria Ocasio-Cortez, que ella misma ha contado. Con una situación precaria, sufría acoso, no llegaba al salario mínimo y pensaba que merecía su vida. Hasta que escuchó a Bernie Sanders y comprendió que buena parte de sus conflictos no podían verse como fracasos personales, sino que derivaban de un sistema al que había que hacer frente. “Sanders la ayudó a conectar sus experiencias personales con un movimiento político” (Liza Featherstone, “Lo político no es personal”). Aunque AOC ve muy claro que “todas nuestras experiencias nos hacen quienes somos” y han de servir para la acción, obviamente un político no tiene por qué haber experimentado personalmente las situaciones que están en el origen de las reivindicaciones que sostenga o de los trabajos en que se implique para que aumente su capacidad política.
Sin embargo, en una época en la que cada vez más se centra la actuación política sobre los sentimientos, sobre la comunicación y sobre el relato que enlaza sentimientos y comunicación (el arte de la seducción, se dice), parece que la historia personal adopta una importancia creciente. Además, con el impacto de las redes, de la comunicación de persona a persona, del dominio de la imagen y la forma escueta de razonar en Twitter (280 caracteres), todo parece haber sido colonizado por el estado de ánimo de la ciudadanía, y hay campo abonado para las historias personales. Una vez más se trata de encontrar un punto adecuado. Ahora, entre sentimiento y razón. Buscar emociones que propicien el diálogo y la gestación de las esperanzas colectivas.
Pero volvamos al libro de Traverso. La historia muestra hechos objetivos, y los expone de forma sistemática y desinteresada, objetiva, para entender una época. Por ello, para muchos historiadores “escribir en primera persona significaba violar un tabú” (el distanciamiento). Pero este tipo de narraciones vitales, que resaltan un rasgo típico de la cultura del siglo XXI (repito una vez más: el énfasis en lo personal), ha cambiado en los últimos 20 años, y ahora es mucho más frecuente “el reconocimiento de la dimensión subjetiva implícita en la investigación histórica”, aceptándose progresivamente “como una forma de honestidad intelectual”. Yo no lo veo tan claro. ¿De verdad son los políticos (o los historiadores) más honestos si la historia de su vida conecta directamente con el programa (o el análisis) que defienden?
(Imagen: Alexandria Ocasio-Cortez, en gentequebrilla.es)