Blog de Manuel Saravia

De Canterbury a Valladolid

Cuando “las suaves lluvias de abril hayan penetrado hasta lo más profundo de la sequía de marzo y empapado todos los vasos con humedad suficiente como para engendrar la flor”, en ese momento se puede discutir de todo. Así empiezan, en efecto, los Cuentos de Canterbury, escritos por Chaucer en 1400. Qué bien están las colecciones de cuentos relatadas en torno a una mesa o un fuego en las noches de primavera y verano. Es verdad que esos cuentos que se reían en la posada de “El Tabardo” (y que concentraban intensamente la atención de los asistentes, todo hay que decirlo) no eran precisamente de filosofía… Pero ofrecían, sin duda, un ambiente más relajado que el que se presentaba y se presenta hoy en los sesudos debates sobre los universales, la existencia del purgatorio o el ser y la nada. ¿Podríamos imaginar alguna mezcla de los dos tipos de encuentros? Al fin y al cabo estamos en verano, y en verano se pueden plantear tonterías (la agosticidad no solo no está prohibida: está recomendada).

No sé. Podría pensarse en una reunión (una cena, sí), en algún paraje agradable (como el de Astérix: de acuerdo); con comida y bebida y con toda la noche por delante, para tratar distendidamente un tema sesudo e intrincado. Asistirían (así lo imagino) dos o tres decenas de invitados (en la posada de Southwark eran poco más de 30 personas; y en los dibujos de la aldea gala nunca se cuentan más de 33 comensales, incluyendo al bardo, colgado del árbol). ¿Tema?: la ciudad (ya, ya; pero los hay peores, de verdad). ¿Premio? Veamos qué se hacía en El Tabardo: “El que relate su historia mejor -con el argumento más edificante y divertido- será obsequiado con un banquete a costa del resto del grupo”. Pues muy bien. Nos vale.

El tema sería, por tanto: ¿Qué demonios es la ciudad, para qué se hizo, qué falta hacía? ¿No se puede vivir dispersos? ¿Cómo hemos de tratarla? No digo yo que el asunto sea mucho más interesante que la disputa de los universales. Ni que pueda considerarse de rabiosa actualidad. Pero tiene su gracia. De verdad. Y creo que no estaría de más darle una vuelta, quizá en un entorno distendido, para no ponernos trascendentes en exceso. Olvidando de una vez, eso sí, la idea prejuiciosa de que se trata de algo sabido. Porque no lo está en absoluto.

Pues actualmente se plantea esa cuestión en medio de un debate desordenadísimo. Porque: ¿Quién no va a querer una ciudad que atraiga riqueza? ¿Quién, en su sano juicio, puede rechazar la innovación cultural? ¿A quién no le gusta que la ciudad sea bonita? ¿Quién rechaza la sostenibilidad (en el debate, aunque a veces no en los hechos)? El problema sería cómo contemplar todo ello a la vez, con los medios que se tiene para actuar sobre la ciudad. Y al ser éstos limitados, cómo determinar las prioridades. Lo que nos lleva, obviamente, a atender más a algunas cosas y menos a otras. Por eso nos interesa saber qué es la ciudad. Qué esperamos de ella y qué tendríamos que resolver por otros medios distintos a los de su gobierno.

Hay quien opina (son legión) que la ciudad es sobre todo un espacio económico organizado para el desarrollo, el comercio y los negocios. Pero otros piensan que se trata, más bien, de conseguir un umbral crítico de población que permita llevar a cabo una vida cultural impensable en el medio rural. Muchos de ellos defienden también que la belleza se encierra, nace y muere también en la ciudad. Otros hablan de la seguridad: pues sólo –aseguran- en la ciudad estamos seguros. O que se trata de un ámbito funcional en el que desplegar las infraestructuras, que solo en tal concentración tienen sentido. Hay quien defendería (posiblemente la reencarnación de Jaranero Perkin) que la fiesta solo se da en la aglomeración. Los más concienciados nos dirían que la ciudad es su plaza, sus plazas, que invitan a la reunión y están dispuestas para discutir sobre la cosa pública (“la plaza, un campo menor y rebelde que es el espacio civil”. La frase no es de Nicolás el Espabilado, sino de Ortega y Gasset).

Pienso que alguno de los comensales podría comentar la historia de Sevilla cuando, al situarse allí la Casa de Contratación de Indias (desde 1502) la inmensa prosperidad que supuso impulsó la ciudad al mayor esplendor de todo tipo. La economía mueve todo lo demás, nos diría. Otro recordaría las palabras de Descartes al llegar a Amsterdam, valorando el bullicio por sí mismo. La concentración da la vida, comentaría. Pues Descartes veía tan positiva la animación que escribió esto: “su ruido, incluso con todas sus molestias, no interrumpe mis ensoñaciones más de lo que lo haría un arroyo”.

Un tercero hablaría de la fuerza innovadora de Nueva York. ¿Por qué nos encanta esta ciudad?, se preguntaba un periodista hace unas semanas. Y nos decía: “Porque tenemos más cultura de lo que nadie podía ver en una semana, tal vez incluso en una sola vida” (es verdad que también creía que nos fascina “porque sus pizzas son inimitables”. Pero, en fin).

Otro de los comensales alabaría la belleza de Venecia.Venecia es la ciudad más bella del mundo. A pesar de los miles de turistas que la recorren a diario, del olor que se instala casi como una nube tóxica sobre los canales en algunas épocas del año (…) Venecia fue, es y será la ciudad más bella. Y lo es gracias al esplendor socioeconómico que vivió hasta el siglo XV”, como nos aseguraba Fernando Checa en la presentación de una reciente exposición sobre la ciudad.

Todo lo cual está muy bien y hay que intentar atenderlo. Y también a alguna propuesta más. Pero aquí, seamos francos, pensamos que lo esencial, el sentido mismo de la ciudad, está en su función social. En la ayuda mutua que procura. La ciudad, creemos (y así lo discutiríamos en ese hipotético debate), tiene un origen, una función y un futuro social, y en ese objetivo principal debe rendir sus frutos. Ahí es donde debe “engendrar su flor”. Porque, con toda su riqueza, en la Sevilla del siglo de oro eran tan numerosos los mendigos que el Cabildo decidió expedir licencias para mendigar: ¿para qué tanta riqueza? En Nueva York se innova sin parar, pero los índices de pobreza son mucho más elevados que los de la media nacional. Y aquella misma Venecia que creó la belleza, cayó en la misma época en que se hacía esplendorosa bajo el control de los oligarcas, y empezó entonces mismo a recortar las oportunidades económicas de la población general.

Es verdad que no se pueden tratar con frivolidad estas cosas. Ni reducir el debate a un puñado de datos y argumentos directos o elementales, propios de una cena distendida. Pero menos aún se puede seguir “cabalgando mudos como estatuas”. Hay que defender una posición bien clara. Y, desde luego, llevar esa defensa con tal poder de convicción y de forma tan animada que nos permitiese (alguien tenía que decirlo)… ganar la cena.

(Imagen: grabado de una edición de los Cuentos de 1484).

 


Dejar un comentario