Blog de Manuel Saravia

Con la ayuda de Schopenhauer

Hace unos días recibí un magnífico regalo. Un librito de Arthur Schopenhauer titulado El arte de tener razón. Magnífico, ya digo. No lo había leído, aunque es un texto muy difundido del filósofo alemán, que se editó por primera vez en 1864 y que aquí puede leerse ahora en la edición de 2014 de Alianza Editorial. Muy breve (60 páginas, si quitamos presentaciones y anexos), se lee de un tirón. Y es interesantísimo, pues si el título ya se las trae (“el arte de tener razón”: ¿quién puede resistirse a ese encabezamiento?), el subtítulo completa la tentación: “Expuesto en 38 estratagemas”.

Digamos que tales estratagemas dialécticas se proponen para que en las discusiones pueda uno salirse con la suya aunque no tenga razón. Schopenhauer era así. Traerlo a estas páginas no es inocente. No tanto (créanme) para rendir al contrario como para defendernos de sus ataques. En Italia se puso de moda este librito hace unos años entre ciertos políticos para así –decían- “desenmascarar con él las argucias argumentativas de sus contrarios”.

Y no me extraña. Porque escribo bajo el impacto de la estratagema 36: “Aturdir, desconcertar al adversario mediante palabrería sin sentido”. Una magnífica astucia, enormemente utilizada. El autor explica en qué consiste: “Cuando es consciente en secreto de su propia debilidad, cuando está acostumbrado a escuchar cosas que no entiende y, sin embargo, a hacer como si las entendiera, uno puede apabullarle diciendo con gesto grave un disparate que suene erudito o profundo y con el que pierda oído, vista y pensamiento, y hacer pasar esto por la prueba más irrefutable de la propia tesis”. Hala.

Es una buena estratagema, probablemente la más simpática; pero muchas otras no le van a la zaga. Por ejemplo, la 9: “No establecer las preguntas en el orden requerido por la conclusión a la que se desea llegar con ellas, sino desordenadamente; (y así) el adversario no sabrá a dónde queremos ir”. O la 37: «Cuando el adversario, llevando de hecho razón, ha tenido la mala suerte de elegir para su defensa una prueba inadecuada que podemos invalidar fácilmente, damos con eso todo el asunto por refutado”.

O incluso más burdas aún. Como la 24: “Uso abusivo de la deducción», con lo que se fuerzan tesis que no se corresponden en absoluto con la opinión del adversario, sino que por el contrario son absurdas o peligrosas, dando a entender que de sus tesis se desprenden tesis semejantes. O la diabólica 27: «Si inesperadamente el adversario se muestra irritado ante un argumento, debe utilizarse tal argumento con insistencia». O más burda aún la última, la 38: “Provocar la irritación del adversario y hacerle montar en cólera». De manera que se torne “insultante, maligno, ofensivo, grosero”. Una apelación –dice al autor- “a la animalidad”. La verdad es que algunas de estas formas de argumentar las he visto en debates a los que he asistido. Y que no estaría mal analizarlos desde esta perspectiva, con la ayuda de Schopenhauer.

En fin. Vaya elemento. He leído que los artistas que se congregaban en el café Greco, de Roma, al que solía acudir, trataron de impedir la entrada de Schopenhauer “porque ya no soportaban más su constante regañar y sus aires de sabiondo”. No me extraña. En cualquier caso pasaré ahora a leer El arte de insultar, del mismo autor, que supongo seguirá a la puerta del Greco, desesperadamente bajo la lluvia, aguardando una oportunidad para colarse.


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