En la película de la sesión inaugural de la 63 Seminci de Valladolid (Tu hijo, de Miguel Ángel Vivas), proyectada ayer, hay una escena en que se ve un caballo tendido en el suelo, agotado y moribundo. No parece tener otra función que la de subrayar el dolor y la intensidad de la historia que se relata. Y lo consigue. Pues desde hace décadas la visión de caballos extenuados o exánimes despierta, de forma eficacísima, la compasión del espectador. Probablemente es así porque, como dice Ulrich Raulff en su extraordinario libro titulado Adiós al caballo. Historia de una separación (Taurus, 2018), a diferencia de épocas anteriores, desde el siglo XX “el caballo no está ya del lado de los protagonistas de la historia –como parte de una violenta maquinaria que todo lo atropella y pisotea-, sino que él mismo cae bajo las ruedas del progreso”.
En una larga despedida, a lo largo del pasado siglo fuimos diciendo adiós a esos millones de caballos con los que compartíamos toda la vida y que ahora, en un número muchísimo menor, ocupan un lugar casi marginal. Raulff (a quien corresponden todas las citas de esta entrada) da cuenta de cómo el caballo ha sido “atropellado por la historia”. Y cómo, desde hace un siglo, con el fin de la predominancia agrícola en el mundo, ha emprendido ya un camino separado del de los seres humanos. Pero junto a ello vimos también, desde finales del XIX, una redefinición de lo humano que incorporaba una nueva faceta: la compasión. De ahí el efecto del caballo muerto que decíamos antes.
La cualidad más importante del caballo, a nuestros ojos, ha sido siempre la velocidad: “Durante casi seis milenios se asoció al caballo la experiencia de una magnífica aceleración y velocidad”; el caballo era “la máquina veloz por excelencia”. Y con ella el poder de los llamados, precisamente, caballeros (“la combinación de caballo y jinete es uno de los más viejos y poderosos símbolos de dominación”). Sin embargo, desde que llegaron los nuevos modos veloces del transporte, todo cambió. Se llegó a decir, con ironía, que “desde que tenemos el tren, los caballos corren peor” (T. Fontane, 1895).
Su población se ha reducido drásticamente. En Gran Bretaña, en el XIX, se calcula que había un caballo por cada 10 habitantes. En USA, uno por cada 4. En este último país se estima que en 1915 había más de 21 millones. Pero en 1957 ya no llegaban al millón. Con su reducción y alejamiento se solucionaron algunos importantes problemas urbanos que ocasionaban. Especialmente los de insalubridad. Y muy concretamente los del estiércol que se acumulaba en las calles. Es cierto que tras ellos llegaron nuevos peligros y nuevas contaminaciones. Pero en su momento los cambios (caballo por máquinas, por trenes y coches) se consideraron muy positivos. Sin embargo, la ciudad no cambió tanto como cabría esperar. Ni lo hizo pronto. Las tipologías edificatorias, por ejemplo, antes pensadas para albergar establos y cuadras y permitir la maniobra de los carruajes, siguieron durante mucho tiempo, en buena parte, la estela de aquellos edificios. Los tranvías también fueron originariamente de tracción “de sangre”. Y algunas de las soluciones clásicas a la congestión del tráfico (de Cerdá o Hénard), que hoy se siguen aplicando, se idearon para ordenar la movilidad de coches de caballos.
Los caballos que hoy viven en las ciudades están dedicados a unas pocas funciones y confinados en algunos espacios de la ciudad. Casi todos con fines recreativos. En espacios deportivos o de espectáculos. A veces para paseos paisajísticos. La policía o el ejército siguen contando, en algunos lugares, con escuadrones de caballería, aunque fundamentalmente para actos representativos. Y es que la función simbólica o representativa de todo lo relacionado con el caballo se ha acentuado. Las cabezas del Guernica o el Padrino, por poner dos ejemplos muy conocidos, multiplican la intensidad del dolor o de la amenaza que se quiere representar. Pero también se ha acentuado el afecto y el valor sentimental de su relación con nosotros. Sin ir más lejos, hay quien, como Ángel González, para sugerir el cariño que se puede tener por la ciudad, utiliza también la imagen del caballo: “Ciudad de sucias tejas soleadas (…) caballo gris me gustaría que fueras / para darte palmadas en las ancas”. Ahí está.
En las últimas décadas ha crecido de nuevo en todo el mundo el número de caballos. Hoy en día la población mundial se estima en más de 60 millones de ejemplares. Pero el “pacto centáurico” de esos varios miles de años que se decía antes se disolvió ya irremediablemente. El caballo pasó de proveedor de energía y de los sistemas agrícolas, de transporte, militar y otros, al ejercicio de la equitación (“con una notable asimetría a favor de las mujeres”), en una relación con los humanos sustentada ya en vínculos sentimentales, y “no regida por la ley de la necesidad”.
(Imagen del encabezamiento: Charles Cary Rumsey, The Dying Indian;; Brooklyn Museum. Procedente de https://www.brooklynmuseum.org/opencollection/objects/30237).
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