Es Navidad, algo hay que hablar de la felicidad. Notas preparadas para el programa «A vivir, que son dos días» de hoy, 19 de diciembre de 2010.
Tres formas de la felicidad, en relación a la ciudad
Hay dos maneras, en principio, de ser feliz con tu ciudad. La primera, creándola. Pero es imprescindible que te sientas partícipe de esa creación. Que sientas que se hace con tus propias manos, podríamos decir. La segunda, disfrutándola, sin más. Sin que sea objeto de obra alguna (ese paseo de los domingos, aproximadamente). De hecho, lo que no nos vale, nos aliena, entristece, destruye y amarga es la absoluta decadencia. Pero también esos proyectos completamente ajenos, que destrozan el paisaje existente y nos arrastran a una dinámica permanente de obras que no sentimos como propia. Cuando la ciudad la sentimos ajena a nosotros, nos lleva a la melancolía (por muy moderna, lujosa o bien diseñada que sea).
En la primera (fórmula 1) se persigue esa felicidad que vemos como perfección de las cosas, como una situación perfecta a la que queremos llegar y que es posible argumentar y defender de forma racional. Se trataría de perseguir esos momentos que Victor Segalen denomina “de la vida cóncava”, cuando “todo resuena”. Momentos y lugares en que advertimos la resonancia de las cosas, su genuina profundidad: todo está bien, todo adquiere sentido. El entorno (la arquitectura o la ciudad) sería ese cántaro donde todo resuena (cóncava como la plaza del Campo, de Siena). “Momentos de felicidad” en que “nos sentimos completos, en los que no esperamos otra cosa más que lo que es” (André Comte-Sponville). Sabemos que las cosas buenas no tienen por qué darse juntas (lo sostenible, la justicia social, la estética, la funcionalidad, etc., pueden tener requerimientos incompatibles: lo dijo claramente Isaiah Berlin), pero en esos momentos felices queremos pensar que efectivamente todo se da simultáneamente.
La segunda fórmula es la de no hacer nada, dejar a las cosas estar. Es aplicable a los momentos y lugares que ya tienen “los gastos hechos”. No hacer nada nos dejará, posiblemente, insatisfechos, pero el espacio quedará abierto a la felicidad (referencias al God & Gun de Sánchez Ferlosio). Lo dejamos sin historia (sin referirnos al pasado, sin construir ningún futuro “que pase a la historia”). Porque “cuando el argumento se quedó parado (…) sobrevino la felicidad”. Expresión extraña y sugerente, pero también cautivadora. Ámbitos de la ciudad, edificios, lugares en los que, recogiendo esa expresión rural de quien ya cuenta con los bienes necesarios para un cierto bienestar (“tienen los gastos hechos”, repetimos), corre en ellos el tiempo distendido y lento. Territorios y momentos de la construcción, no de la arquitectura. Tampoco del interés histórico de las ruinas, sino del amable florecer entre sus grietas. Se harán cosas, ciertamente. Pero sólo será por motivos ciertos, concretos, contingentes.
Nos gusta pensar también en otra fórmula, la tercera, que pone al urbanismo en su lugar: como instrumento, y no como fin en sí mismo. Lo que solemos llamar “la ciudad como pantalla blanca”. Vinculados a los proyectos de la gente (como en la primera situación), pero sin adquirir protagonismo (como en la segunda). Si la ciudad la concebimos como una pantalla blanca, el protagonismo es de la gente. En ningún caso podrá las obras públicas podrán robar la escena. Un espacio voluntariamente discreto y retirado al fondo. En el cine nadie comenta nada sobre la pantalla, aunque todos la damos por necesaria. Cuanto más protagonismo robe la ciudad a los ciudadanos, menos democratizada estará la cultura en ella. Puede plantearse, por tanto, la ciudad como pantalla de cine, donde la acción transcurre sin que el soporte adquiera ningún protagonismo. Una ciudad calma, como un regalo, donde cada cual se entrega a su vivir.
Importante cautela tras leer a Barnes
Entre estas tres formas podemos movernos para trabajar por la felicidad en la ciudad. Porque, digámoslo ya (y tengámoslo claro), el ideal de la felicidad no es la felicidad total sino la felicidad a ráfagas. Para comentarlo, recordemos el cielo que nos cuenta Julian Barnes en Una historia del mundo en diez capítulos y medio (Barcelona, Anagrama, 1994; or. de 1989), en el capítulo 10, “El sueño”. En efecto, en ese cielo todos nuestros deseos se cumplen. El pomelo del desayuno ni salpica de jugo ni se resbala, ni te hace sentir culpable por echar demasiado azúcar. Vamos, que el pomelo del desayuno, en el cielo, es el pomelo de tu vida. Y lo mismo sucede con todo lo demás: tu equipo (el Leicester City), que nunca ha ganado nada, se hace con la Copa. Te pasas el día de compras. Ves a cada momento un montón de famosos. El periódico es fabuloso. Puede leerse en él que “mi partido ganó las elecciones generales una vez tras otra hasta que todo el mundo comprendió que sus ideas eran las correctas y la mayor parte de la oposición se pasó a nuestras filas (…). El entrenador nacional elegía a todo el equipo del Leicester City en bloque para representar a Inglaterra en la Copa del Mundo y volvían con el trofeo (derrotando a Brasil por 4 a 1 en una final memorable)”.
Y así todo. En ese cielo se cenaba champan con esturión y patatas fritas. El relator nos contaba que se acostaba con quien quería. Hacía los recorridos del campo de golf cada vez en menos golpes, llegando a hacer el recorrido completo ¡en 17 golpes! En fin: un rollo. Tan aburrido que la gente, en ese cielo, empezaba a pedir dolor. “También los hemos tenido que solicitaban ser operados”. No les contamos cómo acaba la historia, pero sí su conclusión: Porque “pasado algún tiempo, conseguir siempre lo que quieres es muy parecido a no conseguir nunca lo que quieres”. O dicho de otra forma: la felicidad, como viene bien, es a ráfagas (esos humildes “12 días de felicidad, no seguidos”, que se cuentan que le fueron dados a Al Mutamid, que siendo uno de los reyes más poderosos de su época no pudo atesorar más días felices que esa escuálida docena). Lo que en la ciudad significaría abandonar la idea de esa felicidad total de las utopías tradicionales. No ya por el hecho de que sea una felicidad impuesta (que también), sino porque es absoluta, total, completa. Y la felicidad completa es demasiado parecida a la infelicidad completa. Conviene volver, una y otra vez, sobre los desastres de la felicidad total: recordar el Show de Truman, o la felicidad infantil de Disneylandia (una “felicidad de príncipes”), donde se quiere practicar el olvido (aunque no es fácil: luego vemos, por ejemplo, que el castillo de la Bella Durmiente está vacío por miedo a atentados y nos hacemos conscientes de que estamos en un espacio cerrado e hipervigilado, y sin embargo presa del miedo).
De manera que tenemos la ciudad con lo siguiente: 1º) Con algunos elementos que sabemos contribuyen a la felicidad, a estar bien, sentirse bien en ella. Podríamos trabajar para tenerlos, siguiendo la fórmula 3 (son discretos). 2º) Con algunos detalles que colaboran a la felicidad de ciertos grupos de gente (realmente es casi lo mismo que lo dicho en el epígrafe anterior, pero aquí insistiendo más en su condición de detalle –de ráfaga-). 3º) Con algunos elementos que nos transportan a los buenos tiempos (fórmula 2, aproximadamente), o al menos los preservan de la desaparición completa (por supuesto, se trata de un asunto de generaciones, pues las siguientes no tienen por qué reconocer lo que nos hizo a nosotros dichosos). 4º) Con algunos proyectos “tendentes a la felicidad”, propios de la fórmula 1 (aunque habría que acercarlos, lo más posible, a la fórmula 3).
Algunos elementos urbanos que contribuyen a la felicidad
Pero antes de seguir, para evitar cualquier equívoco, recordemos lo evidente: no puede hablarse de felicidad sin ser consciente de que mucha gente (muchísima, si abrimos la percepción al mundo entero) vive en condiciones indignas, para quienes simplemente ver cómo se trata este tema puede resultar un sarcasmo. «Entre los asociados a niveles de felicidad más bajos se encuentran el agua potable insalubre, la tasa de delincuencia, la corrupción, los accidentes mortales y la desigualdad de género (…). Es evidente que los ingresos tienen gran importancia para las personas que viven en la pobreza, pero no para el resto”. (Por tanto, no podemos olvidar las condiciones del llamado urbanismo social. No puede hablarse de la felicidad sin aludir a la pobreza).
Pero por encima de los niveles de vida determinados por la decencia, hablamos una vez más de la felicidad proyectada. Y ahí debemos recordar que en diseño siempre se dice que es más fácil detectar fallos que saber cómo acertar (Ensayo sobre la síntesis de la forma). Es decir: ir corrigiendo, simplemente, lo que a nuestros ojos funciona mal. No obstante podemos señalar algunos elementos de la felicidad espacial (esa buscada “la felicidad de la forma”, en la sugerente expresión de Paul-Jean Toulet). Por ejemplo, un sistema de relaciones que nos dé la sensación de orden. La presencia de algunos materiales como el cristal (esto es lo que defiende, si no recordamos mal, Ernst Bloch en El principio esperanza). Espacios verdes, siempre mucho verde. Pero sobre todo, algunas plazas (ese lugar de encuentro, el centro del mundo). Especialmente, el Plateau Beaubourg de París, que todo el mundo lo considera un espacio feliz. Vacío, cóncavo, acogedor, con el centro vacío, con actividad. Allí la gente está bien, se divierte. “Todo era gratis. Todo el mundo era amable. Beaubourg era el sitio de la felicidad regresiva” para Marc P., un indigente de París (según se lo contó a P. Declerck).
Algunos detalles que colaboran con la felicidad de la gente
Pero seguramente la felicidad es cuestión de dosis y detalles. De acertar con la dosis adecuada de felicidad. Asociados al confort, tienen que tener sentido. Vinculados a grupos que los necesitan. Vamos a enumerar, casi sin orden, un buen puñado de ellos, que podrían ponerse en práctica. Y los citaremos por el efecto que se quiere conseguir. 1) Ver el cielo. De día y de noche, con sus elementos. Que nos llegue el sol y nos moje la lluvia, que sintamos la brisa y veamos las estrellas y la luna y las nubes (“las hermanas mayores de los sueños”, según Efraín Huerta). Ya sabes: “No te dirijas a Praga si buscas una felicidad sin nubes” (Ripellino, Praga mágica). Y busca, como aquella Junta de Arquitectura Escolar de principios del siglo XX, garantizar que desde cada pupitre” pueda el alumno, estando sentado, dirigir la vista a la correspondiente ventana lateral y contemplar el cielo”. 2) Ver horizontes, desde lugares altos a los que se pueda trepar. Miradores donde los detalles se borran y se exacerba el paisaje, por lo inmenso, como unidad. Azul, siempre. Hermann Broch creía que “en el fondo de toda lejanía se alza tu casa”. 3) Sentir los materiales naturales, los ladrillos, las piedras, las pizarras o las viejas piezas de madera que, conviviendo con nosotros en miles de generaciones, han acabado por amansarse. 4) Oler el aroma de la higuera. Promover huertos pequeños, esas incrustaciones agrícolas donde se oye “el fragor de las palomas en el aire”. 5) Sentir el frescor, el agua. “Estamos hechos de arcilla y lágrimas” (Milosz), y necesitamos mojar los pies en el agua.
6) Estar entre los árboles. Pues un buen árbol, si está bien emplazado, le proporciona a la calle donde esté algo de belleza y paz. Y por el contrario, talar un árbol es, más o menos, perder un amigo. 7) Jugar con los animales, porque nos proporcionan sostén emocional y conexiones ecológicas con el medio insustituibles. ¿Dónde están las ovejas, los conejos, las nutrias, los peces, las ranas, las hormigas, las mariposas, las luciérnagas? Porque la mayoría de los animales está desapareciendo de las ciudades. 8 ) Recibir el calor del color, cuando se cuida. Melville, como tantos, entendía que “la Naturaleza, toda desafiante, pinta exactamente igual que una ramera, cuyos encantos sólo sirven para cubrir el osario que hay en su interior”. Pero el color, determinados tonos, da calor al ambiente, lo hace más agradable, más confortable, más vivo. No sólo el color de las cosas que en tal lugar se encuentren, sino el color de la luz que allí se instale. La luz cálida, de tonalidad amarillenta a rojiza, como la del sol, proporciona el efecto de calidez. 9) Pisar los dulces caminos de tierra (tiernos, como diría Bachelard), frente al exceso del hormigón y del asfalto. 10) Acompañados de las construcciones modestas. Acostumbrarnos a gustar del mundo, de las cosas de la ciudad. Como Constable, que practicaba “la más completa aceptación de todos los hechos de la visión que jamás se ha hecho en el arte».
11) Caminar y demorarse bajo los soportales, esos frentes de los edificios que facilitan el comercio que se cobija detrás de las columnas. 12) Coronarse de cubiertas verdes, que además de favorecer la mejora de la termodinámica urbana y actuar como filtro aéreo, favorece también a las viviendas y permite esa mirada tan agradable desde la cubierta hacia el mundo alrededor. 13) Encontrarse en el café de siempre, bien emplazado. Con su “terraza de café, más íntima, (que) infunde su concordia al aire libre” (Guillén). Y con sus viejas mesas, tan cómodas “como zapatos viejos” (Rega). 14) Beber en la fuente. Es verdad que el rumor del agua en la calle es, casi siempre, música celestial. Pero si además podemos beber desde algún caño, el bienestar se multiplica. 15) Escuchar a los músicos callejeros. 16) Sentir texturas acogedoras (no sólo es confort: es afecto). 17) Verse aliviado frente al clima duro por la extensión de los toldos (que se atienen al viento como las velas del barco). 18) Dejar crecer las flores en los diedros, para que los edificios parezcan menos aislados, difuminando las aristas. 19) Apreciar los olores del horno, cuando la calle huele a cruasán. Seguimos, pues, con los placeres sencillos. ¿por qué no impulsar de alguna forma, o proteger con algún mecanismo, también los aromas agradables, el olor a pan o bollos recién horneados, que pueden caracterizar un rincón, una esquina o una calle? 20) Estar entre pequeños fuegos. Esas velas en los cenadores. Pues si por el día “las naranjas son las lámparas del jardín” (así lo dice un poema oriental), en la noche la lumbre es insustituible.
21) Sentir la compañía en la noche. Decía Roberto Arlt: “Nada más llamativo en el cubo negro de la noche que un rectángulo de luz amarilla”. Y Joan Margarit: “Detrás de una ventana iluminada (…) la vaga sospecha de unas vidas”. 22) Saludar a la ropa tendida. Pues si en la noche tenemos las ventanas iluminadas, en el día, la ropa tendida, en patios o sobre la calle, es signo de vida. Y en los dos casos anuncian algo de la intimidad de la casa. Como preguntaría Claudio Rodríguez, “¿quién es su lavandera?”. 23) Comer en la calle. Hay que conseguir que sea agradable porque muchas personas tienen forzosamente que comer en la calle diariamente. Acondicionarla para esa función es, por lo tanto, un objetivo más (y no el menor) de los proyectos de urbanización. 24) Aumentar la autonomía personal, disponiendo esas texturas tan útiles a los discapacitados visuales (y también útiles para todos). Sentirse protegido de los cuchillos edificados. Robando esquinas, achaflanando encuentros agudos y agresivos. 25) Sentarse en un banco (esos elementos tan humildes del espacio urbano, que a veces afectan el alma). 26) Sentirse agasajado con las gentilezas de los vecinos a la calle (las flores, los adornos). Puntualizan el paisaje urbano con un trato afable. Y si la cordialidad se extiende entre los vecinos, la calle es un regalo.
Algunos recuerdos necesarios para la felicidad
Como decíamos, también debe cuidarse la relación de la ciudad con el tiempo (de sus habitantes, no en general ni metafísico). Por ejemplo, con los ambientes de la infancia, los elementos de la niñez. Lo cual tiene que ver, desde luego, con la conservación de edificios antiguos, de algunos lugares tradicionales, etc. De no hacerlo, el sentimiento de desarraigo es muy duro, y puede llegar a frustrar la vida urbana. Un caso muy llamativo es el relatado en el libro de Adam Zagajewski Dos ciudades: Cuenta la historia de la población de una ciudad que fue obligada a trasladarse a otra (de Lvov a Gliwice, como consecuencia de la anexión de Polonia a la URSS). Muchos de sus habitantes se negaban a tener contactos con el nuevo mundo. “Los suyos eran los paseos de un preso por el patio de la cárcel”. Algunas personas “sin duda, en sus sueños, regresaban al tiempo pasado y a la ciudad que habían sido forzadas a abandonar”.
Una ciudad que debería fomentar la visión del paso de los días y la llegada de las estaciones. Que se hagan patentes los domingos: esa ciudad de los domingos, con sus ámbitos específicos de los ensanches acomodados (Carlos Edmundo de Ory hablaba de “piedras felices”, y otros poetas aluden a los “árboles felices” de los domingos). Que también nos anuncie claramente los magníficos veranos. O las primaveras de la ciudad. La primavera también es magnífica: “Rostros, árboles, nubes: todo es distinto en cada primavera” (Ángel González, aproximadamente). Pero el parque prefiere los veranos. Se ha dicho que “los árboles del parque se buscan el verano en los bolsillos” (Becerra). Se cuenta que en los estanques de los viejos parques “navegan gozosos los veleros del verano” (Mutis). Se oye que en estos meses de verano cantan las fuentes con más ganas.
Y qué decir de las fiestas, incluso del teatro (las catarsis del teatro). Son procesos excepcionales, rupturas en el curso manso de los días. Con las fiestas y ceremonias dionisíacas (el origen campesino del teatro) se procuraba una pausa en el curso cíclico del tiempo y se celebraba la renovación de la vida, en forma de nueva cosecha o de nueva felicidad, el momento fecundo de abrirse en flor, el renacer instintivo de la ciudad con el de cada uno de sus ciudadanos.
Algunos proyectos tendentes a la felicidad
Sin duda también hay que promover (medidos, sin exagerar) proyectos tendentes a la felicidad de todos. Y así, si son participados, contribuirán a la felicidad de cada uno. Porque suele vincularse la felicidad propia y la de la ciudad. Pamuk lo dice en sentido inverso: “La infelicidad es odiar la ciudad y odiarse a uno mismo”. Y Emilio Lledó, en su Elogio de la infelicidad, lo suscribe, y llega a definir la felicidad (de todos) a partir de la infelicidad (de cada uno). Nada más alejado del sentir y pensar del “señorito satisfecho” de nuestros días. Pero el más claro es el estudio de R. Wilkinson y K. Pickett, Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva (Madrid, Turner, 2009). Según estos autores resulta fundamental, para la felicidad de cada uno, promocionar la igualdad.
Su planteamiento es claro: una vez alcanzado cierto nivel económico, la igualdad es condición necesaria e imprescindible para el bienestar. No ponen en duda el valor del crecimiento económico, pero están convencidos de que en nuestras sociedades hemos agotado los beneficios del crecimiento económico. “Al igual que sucede con la salud, el grado de felicidad de las personas aumenta en las primeras fases de crecimiento económico y luego se estanca”. A partir de ahí, lo determinante es la igualdad. “En las sociedades menos desiguales todos los factores importantes” (o al menos la mayoría, no seamos maximalistas) “mejoran radicalmente cuando se consigue un importante grado de igualdad entre sus miembros”. Proyectos tendentes, por tanto, a la igualdad. La felicidad como proyecto político de todos. Pero ¿cómo?, ¿cuánto?
De nuevo, más que fijar el camino, establecer cautelas. La primera, sobre el método. Y en él, no sólo ciencia. Cuidado con la idea de felicidad científicamente promovida. Algunos, como Tárrida, llegaron a fijar incluso fórmulas: F = cP/A, donde F es la felicidad, P el progreso, A la autoridad y c un coeficiente de complicada definición. También Le Corbusier (en Cuando las catedrales eran blancas) esperaba definir una ciudad de los tiempos modernos que pudiese «derramar intensamente felicidad cotidiana sobre todas esas familias oprimidas -esos niños, esas mujeres, esos hombres atontados por el trabajo, aturdidos por el ruido de herrajes de los subways o los elevated- que todas las noches, al cabo de su destino, se desploman en el callejón sin salida de la covacha inhumana». Pero Rosalía de Castro nos advertía: Hay “luz y progreso por todas partes, pero las dudas permanecen en el corazón”. Y en efecto, finalmente la ciudad de Le Corbusier se demostró, en general (y en muchas de sus formulaciones) muy inconveniente.
Otra cautela sobre la aplicación de las propuestas. Pues parece mejor proponer que imponer. O al menos, que no sea demasiado agresiva la propuesta. Volvemos una vez más a confiar en las ráfagas, más que en la inundación. Porque las utopías generales, completas, globales, han demostrado sobradamente sus peligros. Nunca la “felicidad impuesta”. Basta con recordar a Kundera: «El totalitarismo no es un infierno; o bien, es un infierno, pero es el infierno en el paraíso. La intención del totalitarismo no es la de hacer sufrir a la gente sino, al contrario, la de imponerle su felicidad… Responde a un arquetipo que llevamos todos en nosotros mismos: el sueño de una comunidad en donde todo el mundo tendría la misma fe, la misma voluntad, en donde no habría diferencia entre lo privado y lo público, ni habría secreto. Desgraciadamente, el hombre es mucho muy rico y complejo como para poder formar parte de una comunidad a tal punto ideal».
Y una cautela más: centrarnos en cuestiones concretas al definir el campo de actuación. Más que la ciudad ideal, mejor recordar las propuestas que se planteaban en Heidelberg en los 80. O fijarnos en las cosas que se hacen en otras ciudades, para empezar. Ahí está, por ejemplo, Copenhague. La ciudad más feliz, según se cuenta (en las estadísticas, en las encuestas), ofrece actuaciones en el campo de la movilidad, la renovación urbana, la rehabilitación, y un buen número de proyectos de “pequeñas cosas”. Bien del listado anterior, o bien de nuevo cuño. En todo caso hemos de insistir en la necesidad de la participación. Al fin y al cabo nada garantiza que lo que unos consideramos necesario otros lo vean totalmente accesorio. ¿Quién sabría actuar en nombre de todos?
Y finalmente, un par de cosas más
La primera: los nombres no son ninguna tontería. Hay en ellos, a veces, encerrados algunos gramos de felicidad. El arte de la ciudad, como el de todas las cosas, como el de todas las personas, nos llega desde su mismo nombre. Esos “nombres que se despegan / de las cosas / y ruedan sueltos / por el suelo” (Juarroz). Brines lo dijo expresamente: “Un nombre puede crear la felicidad para siempre”. La segunda: los viajes. Hay quien prefiere buscar la felicidad fuera de la propia ciudad, y quien, en correspondencia, parece diseñar la propia ciudad en función de quienes lleguen a ella. Pero esa felicidad es otra cosa. Podría decirse que se agota en el momento mismo de llegar al hotel. Decía Borges que al llegar te invade, “durante unos segundos”, esa “curiosa felicidad que deparan al hombre las cosas que casi son un arquetipo” (en “Hotel Esja, Reikiavik”). Acabemos, pues. Felicidad y ciudad: al fin y al cabo, riman (y en consonante, que no es poco).
(Imagen del encabezamiento: Jardines junto a la Magdalena. Foto: MS).
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